viernes, 29 de mayo de 2009

En calzoncillos

Durante muchos siglos, el paño de lino se ha usado para un modelo de calzoncillo cuyos extremos inferiores se enrollaban hacia arriba y quedaban en la entrepierna. Se lograba así, en aquellos tiempos remotos, de velar a la colectividad de una forma natural y austera, la rotundidad agresiva de los órganos genitales. Era aquel primigenio calzoncillo una modalidad algo evolucionada del taparrabo, prenda inventada de manera apremiante por nuestro común padre Adán cuando descubrió el alegre atrevimiento con el que se paseaba por el Paraíso, confundido, en su mente incierta de primera criatura, con un campo de nudistas.


También llevaron las personas distinguidas mallas que eran ya cosa fina, de distinción social y sexual (el sexo es el picaporte con el que llamamos a la puerta de la sociedad que ha de acogernos), y esa es la razón por la que en París, durante la Revolución francesa, los insurgentes de las clases humildes fueran bautizados como "sans culottes", es decir, "sin mallas".


Ya en épocas más recientes hizo furor la ropa interior larga y ahí tienen su origen los calzoncillos del doctor Rasurell que tapaban el aparato genesíaco de nuestros abuelos pero que llegaban hasta la tibia dándoles ese aire tibio que suele adornar a los auténticos abuelos. En la posguerra, la severidad de los días y el exaltante patriotismo ambiental obligaban a vestir calzoncillos hasta la entrepierna, blancos por supuesto, y castos. El Caudillo jamás hubiera permitido otro modo de solapar el trapío.


Pero desapareció el general, perdiendo por cierto de esta forma natural y traidora su condición de invicto, y ahí vino el descaro y la desmesura. El "slip" presentó batalla a la cauta prenda tradicional y, ay desdicha, se la ganó. Claramente era un invento del Maligno, que suele presentar de forma artera sus odiosas creaciones, porque, si bien se anunció con hipócrita ingenuidad como una forma deportiva de celar el trinquete, todos supimos bien pronto que de lo que se trataba era de proporcionar mayores hechuras y una más lograda apariencia de acometividad. Y ahí es donde nos quería llevar Belcebú que ya había ensayado análogo cebo en el siglo XIX, época en la que se usaron unos cojinetes para resaltar o dar adecuado relieve a los bolos. En la Corte, quienes se acercaban a doña Isabel II, alzaprimaban de esta suerte su salvoconducto para penetrar mejor en los graves asuntos de la gobernación.


Por si fuera poco, el color blanco, comulgante y seráfico, cedió su puesto a otros tintes e incluso a arriesgadas combinaciones cromáticas y así tal parece en la actualidad que algunos lleven en sus entretelas la bandera de un país remoto y quimérico.


Una constante, sin embargo, se ha mantenido por encima de las modas: siempre han dispuesto estas prendas de rendija o bragueta por la que resultaba fácil extraer el tallo o tronco, según corpulencia. Y aquí es donde viene la innovación más perturbadora que los contemporáneos sufrimos: muchos de los actuales calzoncillos carecen sencillamente de orificio viéndonos obligados sus usuarios a desembolsar por arriba o por uno de los lados y, con ello, a industriar un peregrino tejemaneje, cuando no a entregarnos a circenses contorsiones. Todo ello para quebrar la artificial resistencia del pendón, cuya cortés retractilidad castigamos con un injustificado y gratuito hermetismo.

Señores: si una redención se impone hoy como inaplazable es la de nuestra aherrojada guarnición: ¡libertad, libertad para la cautiva!

jueves, 28 de mayo de 2009

Aceite de oliva

Hoy, Noé se hubiera enterado del fin del Diluvio por un fax que Dios le habría puesto o por un e-mail, pero en su tiempo, y a falta de estos diabólicos artilugios, recibió una paloma con un ramo de olivo en el pico. De esta forma, el Señor le anunciaba que mandaba el cese de las lluvias y que sellaba la paz con los hombres. Desde esa remota época, esa paloma y ese ramo de olivo son el símbolo de la paz y la unción con aceite de oliva es una muestra de hospitalidad en muchos pueblos mediterráneos y a los muertos, cuando se les viatica, se les proporciona aceite sagrado. Picasso sacó mucha rentabilidad a todo eso de la paloma y el olivo y hoy no hay tienda de regalos ni lista de bodas de cierto fuste que no incluya su paloma de la paz.

Y, sin embargo, el pacífico ramo de olivo es capaz de desencadenar en nuestros días una guerra en España. Hasta ahora habíamos conocido la guerra de las naranjas, que fue aquella que montó a principios del siglo XIX Godoy contra Portugal y que se conoció con ese nombre porque los soldados más aduladores le mandaron unas ramas de naranjas de Yelves que el príncipe, a su vez, envió a la reina adúltera para que ésta no olvidara a su guerrero enamorado y fogoso. Ahora es el olivo el que da nombre a un nuevo enfrentamiento en el que no hay trincheras sangrientas ni cañones porque ya no se hacen la guerra como antaño cuando se enviaban unos a otros columnas de soldados entonando himnos, inflamados de sana ardentía bélica. Como todo ese aparato escénico ya no se estila más que en las películas, ahora las guerras se hacen a base de comunicados diplomáticos, plataformas reivindicativas, manifestaciones en Jaén y mesas redondas.

Ahora bien, con todas las armas a nuestro alcance hemos de defender nuestra aceituna y nuestro aceite porque sólo así defendemos nuestras entretelas. ¿Qué español podrá mirarse al espejo con dignidad si descuida o se zafa de esta empresa? Y es que un español decente y educado empieza la jornada echando un chorro de aceite a un pan crujiente y, luego, dependiendo del gusto, le añade sal o azúcar o miel que tampoco es mal contraste el producto de las abejas. Sigue la jornada y, en la comida, se toma una ensalada de jugosas verduras bien regada con aceite de oliva de la sierra del Segura o de Jaén o de Córdoba, y, luego, atiende al aceite que le ponen al sofrito del guiso que se va a zampar porque sabe que su verdadero secreto está ahí precisamente, en el aceite que se usa y en la forma de administrarlo. Si prefiere unos huevos, éstos han de venir fritos en aceite de Antequera o de la sierra de Cádiz o de Tarragona o de Lérida y, cuando pide el postre, se documenta acerca del aceite con el que se ha confeccionado la pastelería o la bollería que se le ofrece y al oír que se ha usado el afrutado y delicado de Aragón, emite una breve pero expresiva muestra de júbilo.

Esta es la realidad que debemos conocer pues fuera de ella todo es confusión y oscuridad. Piénsese por un momento en esos restaurantes donde, para abrir el apetito, nos ponen un plato con mantequilla y pan. ¿Existe un delito gastronómico de mayor envergadura? ¿Puede darse una muestra de ignorancia culinaria más cabal y definitiva? La mantequilla, lejos de incitarnos a la comida, nos aplaca el hambre, nos arrasa los sabores futuros y, encima, nos instala, sin miramiento alguno, el colesterol en los lugares más comprometidos de nuestro organismo. Sustitúyase ese infame introito por unas zanahorias crudas, cortadas en rodajas o en tacos, levemente humedecidas con unas gotas de aceite de oliva y una pizca de sal. Nuestro paladar se abre de par en par y nuestras mejores facultades intelectuales están ya preparadas para recibir las creaciones del cocinero, disfrutarlas y, al cabo, emitir sobre ellas un juicio certero y responsable.

Defendamos el tesoro de nuestros bosques de olivos para que su jugo fiel siga alumbrandonos.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Dulces y postres

Cuando se viaja o se camina por los pueblos de esta España judicialmente pegajosa una de las tareas más recomendables y útiles a que puede entregarse el viajero es la de conocer y disfrutar los dulces y los postres locales porque en ellos se encuentra condensada la sabiduría del lugar. El postre es la rúbrica que echamos al texto de la comida y, por ello, es lo que la hace auténtica y fidedigna. De la misma forma que no aceptamos ningún documento que no lleve la firma de quien lo ha escrito o expedido, de igual modo no podemos fiarnos de un cocinero hasta que vemos su firma estampada en forma de postre que es lo que le define y le singulariza. Y es que el postre es el desenlace, donde queda clara toda la trama de aquello que hemos comido con anterioridad; es también el epílogo, los últimos compases de la composición, aquellos que nos impulsan a aplaudir y a pedir que salga el director a escena.

Por eso es tan triste la moda actual de los postres industriales que, en los restaurantes, están conservados en armarios frigoríficos como cadáveres en espera de su sepultura definitiva. Una de las más inequívocas muestras del declinar de esta tierra nuestra es precisamente esa: la generalización de las tartas al whisky o al ron que se toman lo mismo en Almería que en Lugo o en Segovia. Es este un delito de lesa gastronomía del que alguien debería responder ante los tribunales competentes porque no se puede perpetrar una agresión tan descomunal a la tradición y a los buenos modales culinarios de forma impune. Esos armarios son buenos para los laboratorios donde se guardan las muestras del ensayo científico o el cultivo de un hongo, también para los hospitales y las peleterías porque parece que a los despojos humanos o animales les va bien el fresquito. Pero una buena tarta, un hojaldre terso y curruscante o el orondo bizcocho bien relleno de crema merecen un trato distinguido, afectuoso, con cierto calor maternal.

El postre, por no ser cosa de broma, hay que tomarlo en serio. De ahí que debamos rechazar el postre en serie. La condesa de Pardo Bazán, que fue el ama de cría de la literatura española, tiene un precioso libro sobre la cocina española antigua, acaso lo más notable de su producción, en el que recuerda cómo en materia de postres no es infrecuente que se puedan incluso rastrear los vestigios de nuestra historia y así dice que "en Granada tuve ocasión de ver unos dulces notabilísimos. Eran de almendra o quizás de bizcocho y ostentaban en la superficie dibujos de azúcar que reproducían los alicatados de los frisos de la Alhambra y no por artificio de confitero moderno sino con todo el inconfundible carácter de lo tradicional".

Don Juan Valera, que fue un gran viajero, una especie de trotamundos de levita y plastrón, era gran aficionado a los dulces y postres enjundiosos y en su obra se pueden encontrar muchas alusiones a hojuelas, pestiños, rosquillas, mostachones, bizcotelas... Se recordará que uno de los primeros obsequios que recibe don Luis de Vargas al instalarse en casa de su padre y empezar allí a escribir las cartas a su tío el Deán, poco antes de conocer a Pepita Jiménez, fue precisamente un "tarro de almíbar, una torta de bizcocho, un cuajado y una pirámide de piñonate". ¿Qué hubiera sentido don Juan Valera si, en uno de sus viajes, allá por tierras centroeuropeas, se encuentra, metidos en una fresquera, los bizcochos con canela empapados en vino generoso de que nos habla en Las ilusiones del doctor Faustino? Es mejor no pensarlo porque puede removerse en su tumba.

Una responsabilidad muy importante en el trajín dulcero han tenido y siguen teniendo las monjas, que ponen ingredientes sabrosos y naturales, verdaderos, porque si metieran acidulantes, conservantes y demás inventos de mangantes se condenarían sin remisión posible al infierno.

A la prensa ha saltado la noticia de la incorporación a Internet de las yemas de santa Teresa. Son éstas una de las más importantes creaciones del genio humano y, aunque dicen que las inventó Isabelo Sánchez a mediados del pasado siglo, en realidad no son sino el milagro más consistente de la santa de Ávila. El hecho de que ahora figuren en Internet y, por tanto, salgan en millones de ordenadores, solo alegría debe causarnos y, por ello, debemos animar a los demás artistas confiteros a hacer lo propio. Porque ya no es hora de conquistar tierras con la espada ni de evangelizar indios renuentes. Es la hora de señalizar las autopistas informáticas con los indicadores luminosos y gozosos de nuestros postres.

lunes, 25 de mayo de 2009

Guindas

No hay nada menos heroico que dar nuestra sangre ... al analista.

La persiana es la guillotina con la que cortamos la cabeza a la luz.

domingo, 24 de mayo de 2009

Dos guindas

Hay lágrimas que se ocultan tras los cristales de luto de las gafas de sol.

En los parques debería haber bancos para árboles.

sábado, 23 de mayo de 2009

¿Corbatas?

La polémica la ha desatado el hecho de que un importante personaje se ha presentado sin corbata, con el cuello de la camisa desabrochado y a su aire. Sin embargo, a un opositor a juez lo echaron del examen por ir descorbatado. Luego le han dado la razón en un recurso que presentó pero el hecho ahí queda para que se comente.

¿Quid: corbata sí o corbata no? Parece que Internet está expandiendo el sincorbatismo porque, como el personal se lo monta en casa sin necesidad de ir a la oficina, cada cual viste a su manera, y es lógico que a quien está en el comedor se le dé un ardite estar o no encorbatado. Antes, la única actividad empresarial que se desarrollaba en el propio domicilio era la de enrollar y empaquetar condones pero hoy el asunto parece más serio. Cuidado, mucho cuidado porque estamos ante graves elementos de desintegración social. En primer lugar, si se generaliza el trabajo en casa se seguirán desgracias terribles porque puede traer consigo la desaparición de la oficina, uno de los baluartes de la vida en comunidad, la columna de la represión, el crisol de las diferencias sociales, el horno de los rencores, la cucaña despiadada ... Sin los jugos que segrega la oficina ¿qué será de la mala leche que caracteriza al género humano?

Pero, en segundo lugar, no es solo la corbata lo que se halla en peligro, pues amenazados con el trabajo doméstico están igualmente el traje y la camisa y hasta el jersey si se me apura. Solo quedaría como superviviente el pijama porque en pijama andaríamos todo el día despachando asuntos y aviando encomiendas. Es decir que la gloriosa y rica historia del vestido, y la bibliografía barroca que ha generado, acabaría de una forma lamentable por lo escueta y trivial.

Todo ello tendría consecuencias asimismo negativas en la propia vivienda que habría que vaciar de objetos entrañables y llenar de cachivaches oficinescos, con ficheros y pedidos y balances y albaranes que se nos enredarían entre los pies cuando tratáramos de avanzar por el pasillo. Y en el lugar de la foto del abuelo, habría que poner la del presidente del consejo de administración, menos apacible, más turbadora.

Estamos pues en una encrucijada. Yo creo, por lo dicho, que es malo todo lo que nos lleve a recluirnos en casa, y bueno lo que nos conduzca al aire libre, porque nuestros sueños y nuestras frustraciones es mejor sacarlas a pasear con regularidad. Las revoluciones se han hecho siempre en la calle, bien tomando la Bastilla, o bien acercándose a colgar las 95 tesis de un clavo en la puerta de la iglesia en Wittenberg. La calle, siempre la calle, como palanca del cambio liberador.
Pues bien ¿a esa calle iremos con corbata o sin corbata?

Hubo un tiempo, en las postrimerías del franquismo, en que se hizo signo de progresismo radical ir sin corbata y de esta actitud algunos hicieron religión, credo, dogma implacable. Ir sin corbata era algo parecido a declararse en huelga o a escribir un grafito provocador en un muro. ¡Ahí era nadie el descorbatado! Franco por supuesto ni se inmutaba y seguía como si con él no fuera el asunto pero no sería desde luego porque faltara contundencia a los mensajes que estos sujetos le enviaban diariamente.

Ahora, con el caudillo enterrado con la corbata de general, ya la corbata ha perdido mucho de su patetismo político y también ha desaparecido su vinculación con el falo o minga, un exceso que pregonó Freud, entrenado en verdad este hombre en buscarle cinco pies al gato. Hoy todo ha quedado, más comedidamente, en un asunto de gusto, de conveniencia o de comodidad. La conclusión se impone: haga usted lo que le venga en gana, de donde se sigue que ha perdido el tiempo leyendo este artículo. Por si a alguien le sirve, a mí me gusta la pajarita porque es atuendo de crupieres y de magos y la magia es lo más logrado que tiene la realidad.

viernes, 22 de mayo de 2009

Una guinda

A nadie envidia más el escritor que al chipirón porque nunca le falta tinta

miércoles, 20 de mayo de 2009

Botijo e infamia

No es la primera vez que ocurre pero ahora el asunto adquiere caracteres alarmantes: un científico ha explicado la termodinámica del botijo según la cual sus cualidades resultan de la división de área engendrada por la altura del agua y el diámetro de su superficie más el volumen generado por la rotación del aire.

¿No se dan cuenta estos sabios que hay asuntos que deben hurtarse al conocimiento público? ¿No saben que hay cuestiones trascendentes acerca de las cuales importa mucho no dar un cuarto al pregonero porque el sigilo es fundamental? Está claro que estos tipos no han visto nunca ese botijo entrañable, con forma de cura antiguo, cura preconciliar, regordete y resuelto, que es tan frecuente en los botijos más acreditados.

¡La fórmula del enfriamiento del agua en los botijos! ¿Se ha visto alguna vez tamaña desfachatez? Estos imprudentes han puesto en el encerado de los periódicos que dv partido por dt es igual a K prima. Este, y no otro, es el secreto del botijo, han concluido, y se han quedado tan ufanos desvelando con ello uno de esos misterios de la vida que nos permiten seguir soñando porque nos hacen creer que no todo es real y vulgar sino que existe la magia, la encantación y el suave poder de los conjuros. Es decir, los arbotantes de una vida superior.

¡Y un cuerno! Hay que decirles. Ni nos merecemos tal crueldad ni desde luego la esperaba yo de unos investigadores bien pagados a los que suponía mayor ternura y mejores miramientos.

Porque a mí me parece muy bien que existan estudiosos interesados en averiguar cuestiones intrincadas en laboratorios de gran sofisticación ayudados por los más extravagantes utensilios, también que haya profesores y sabios hábiles en el manejo del hiposulfato, el cromato, el permanganato y el bicarbonato. Ninguna de estas inclinaciones debe ser censurada; antes al contrario, merecen aplauso porque, en un descuido, hasta pueden resultar de provecho.

Ahora bien: una cosa es entretenerse de esta inocente forma y otra bien distinta proclamar y airear el resultado de las investigaciones. Aquí es donde la sindéresis personal del científico debe imponerse porque cuando logra hallar una fórmula, cuando alcanza un descubrimiento relevante, es justamente cuando está obligado a echar mano de algo que no encontrará entre los sulfatos ni los ácidos pero que es básico en la humana condición: la prudencia.

Es ella, es esta vieja y acreditada virtud cardinal, la que debe inspirarle en ese momento delicado en que sus esfuerzos le han colocado ante el éxito. Y es ayudado por ella, y por ella iluminado, como debe proceder a valorar cuál ha de ser su conducta ante los hallazgos que sus mezclas y pócimas le han proporcionado. La cordura debe ser aguja magnética de nuestro comportamiento porque sin ella el pacto social se vendría abajo llevándose por delante certezas de calculada enjundia.

En el caso del botijo, la decisión debería haber sido clara: ocultar, sepultar la fórmula; que nadie la conozca, que nadie la intuya tan siquiera, porque el botijo, esa vasija feliz con su pitón mirífico, ese barro poroso y sencillo con que se viste como un signo de humildad, de cortés candor, el jovial extintor de nuestra sed, el botijo de nuestros veranos de moscas, esa entrañable nevera portátil anterior a las neveras y precursora de lo portátil, no merece en modo alguno que su íntimo enigma, el que estimula nuestra imaginación y nuestra fantasía, quede desvelado y expresado en una vulgar fórmula, apareciéndose ante nuestros ojos desnudo y descifrado: dv partido por dt es igual a K prima.

Esta infamia no tiene nombre. Porque si permitimos que se haga esto con el botijo, iniciamos una permisividad que nos puede conducir a los más extravagantes dislates. Pensemos qué ocurriría si un día unos profesores nos desarman proporcionándonos la raíz cuadrada de la esperanza o la ecuación diferencial de la sorpresa o la regla de interés de la risa o el humor. Adiós, vida; adiós, emociones.

Las fórmulas, para la sulfamida y el ácido ribonucleico. Al botijo, solo nuestro amor.

martes, 19 de mayo de 2009

Animaladas

Como la realidad circundante es más bien nauseabunda, "no puedo comer todo lo que desearía vomitar", dejó dicho el gran pintor alemán Liebermann a la vista de la sociedad de su tiempo, resulta más ganancioso perder el tiempo pensando en asuntos banales que lleven a la sonrisa y a la tranquilidad del espíritu.

Uno de ellos es el lenguaje que usamos, lleno de recovecos simpáticos e inesperados, a los que, por habituales, no prestamos atención. Tal ocurre con la incorporación a la conversación de expresiones traídas del mundo de los animales y así decimos de un sujeto que es un "merluzo" o un "besugo" para designar al mentecato. O de una hembra que es una "zorra" para referirnos a la lumia o pendón. Una "víbora" es un tipo poseído de las peores intenciones y un "ganso" o "patoso" es quien no acierta a dar a sus movimientos la airosidad o gallardía que es usual o esperable. Un "zángano" es el muchacho que no aprueba el COU, un "conejillo de Indias" es quien sirve a los peores designios de un científico y un "ratón" de biblioteca es quien se traga los libros como si de apetitosa merienda se tratara (los alemanes utilizan la misma expresión aunque tambien la de "gusano" que viene aquí muy oportuna).

El "cerdo" es el remiso o tardo a la hora de pasar por el agua profiláctica y un "corderito" es una persona mansa a la que se puede ordenar los mayores dislates con la confianza de que los cumplirá a satisfacción y sin rechistar. De las chicas anoréxicas antes se decía que estaban hechas un "bacalao" y una "sanguijuela" es quien nos quiere chulear y si encima es un "águila" o un "cuco" es que se nos quiere llevar hasta el último euro del fondo de pensiones. Pretendiendo, encima, que le sonriamos y presentemos nuestro mejor semblante.

Estar en la edad del "pavo" es ser proclive a la realización de todo tipo de majaderías y un "camaleón" es quien se adapta a todas las circunstancias sacrificándose en todas ellas. De quien esté hecho una "pantera" o una "hiena" es mejor huir a galope tendido y lo mismo del "chinche" que es ese sujeto importuno y quisquilloso que nos amarga la hora del café. Un par de "tórtolos" son dos jóvenes que se están trabajando sus intimidades aunque se puede aplicar asimismo a personas de mayor recorrido vital y un "buitre" es el profesional insaciable que deja tierra quemada en su derredor.

Quien está hecho un "toro" es que está fuerte como un "león" y ser una "vaca loca" es modismo español anterior a su aparición en la neblinosa Albión y con él se designaba a la mujer alborotada o turbulenta.

Muy interesantes son también las elocuciones que hacen referencia a las partes del cuerpo como "no tener pelos en la lengua", "tocarle a uno las narices" "meter la pata" "tomarse algo a pechos", "verle las orejas al lobo" (que entronca con lo anterior), "hacer de cuerpo" que alude a exonerar o liberar el vientre, "sin pie ni cabeza" ... y así sucesivamente. Algún día habrá que volver sobre ellas.

¿No resulta mejor "rascarse la barriga" con estas nimiedades que padeciendo la última declaración del gobierno o de la oposición?

lunes, 18 de mayo de 2009

Una guinda

Los tomos de la Enciclopedia son los nichos donde yacen los huesos de la cultura.

domingo, 17 de mayo de 2009

Problemas de almohada

Existe ya una cadena de hoteles que permite a los clientes elegir entre ocho modelos distintos de almohada para depositar durante la noche esa cabeza poblada de quebraderos que todos procuramos llevar puesta. Mariposas cervicales, anatómicas, cuadrantes fibra, cuadrantes pluma, modelo estelar, modelo top ... esta evapora la humedad, aquella lleva un tratamiento antibacterias, la de más allá repele los ácaros. Las hay rellenas de bolitas esponjosas de fibra, otras de poliéster hueco siliconado o las que ocultan en su interior suaves plumas de oca. Se ha proclamado pues la libertad de almohada que había sido olvidada por los revolucionarios franceses quienes a lo más usaban la almohada para ahogar de forma solícita pero implacable a un compañero desviado de la ortodoxia en la época del Terror. Ahora bien, estos hoteles no se dan cuenta de que los clientes, si se aficionan a elegir, querrán también seleccionar el colchón, lo que generará por las noches un gran trasiego de colchones con empleados subiendo y bajando colchones, caballeros probándolos y señoras dejándose abatir en ellos tras un dengue cuidado y delicioso. Y, ya puestos, querremos escoger recepcionista y toallas o jabones o el modelo de teléfono. ¿Cómo se podrá justificar a partir de ahora la dictadura de las sábanas elegidas por un ser anónimo y de rostro opaco? ¿qué justificación teórica se encontrará a la imposibilidad de seleccionar manta o televisor? ¿Podremos elegir también el sueño que deseamos, con ovejitas, con regalos de navidad o destripando al jefe de la oficina? Se abre pues una época de interrogantes y de grandes convulsiones en este ramo tan delicado y tan lleno de caprichosos incorregibles como somos quienes dormimos en hoteles. Y es que la almohada va a destapar a buen seguro unas reivindicaciones que nos van a llevar a todos de cabeza.

Por otro lado, la empresa hotelera debería pensar que, para asesorar al cliente dubitativo o indeciso, sería bueno contar en la plantilla con un consejero de almohadas (naturalmente sin ojeras) que cumpliría la misma función que, en los restaurantes, desempeña el maître o el sumiller. Y es que hay que tener mucho cuidado con la almohada que se selecciona pues nos puede ocurrir lo que cuenta el truculento Horacio Quiroga en su relato “El almohadón de plumas” donde la protagonista muere desangrada por un bicho que se hallaba oculto precisamente en la almohada.

Ahora bien , la pregunta más turbadora (no masturbadora) que habrán de responder los directivos de estos hoteles, antes de seguir adelante en este invento, es la siguiente: ¿elegir un modelo de almohada excluye a los demás? Es decir, ¿nos debemos conformar con una determinada almohada o podemos pedir varias, la de látex, la de poliuretano, la de las bolitas etc? Porque la primera opción sería decepcionante mientras que la segunda es la que lleva en sus entrañas aventuras atractivas al permitir dar rienda suelta a los antojos más arbitrarios. Y por cierto: ¿habremos de estar toda la noche con la misma almohada? Es decir, la elección ¿vincula para todas las horas del descanso de una manera definitiva? ¿cabe el arrepentimiento almohadil? A mi juicio, debería aceptarse con generosidad el apartamiento del inicial compromiso pudiéndose en consecuencia revocar la selección realizada al principio de la noche, acaso en un momento de ofuscación, en ese instante vacilante que todos podemos sufrir, pero que puede ser corregido pasado un rato, en esa hora plena en la que se alcanza mayor claridad selectiva.

Y luego están los niños ¿pueden elegir las criaturas? ¿a qué edad? ¿se parte ya de la igualdad entre los sexos? ¿no sería esta una conquista alcanzada con demasiadas prisas? Se verá que las preguntas se encadenan y de momento no hay sino una nebulosa sin respuestas fiables.

Es claro que en achaque de almohadas ni hay ni puede haber dogmas. Pero si yo pudiera realmente elegir, descartaría con vehemencia el torturador “cabezal” del Ejército y pediría los almohadones en los que descansa la Maja desnuda o la vestida de Goya o esa Olimpia inolvidable del cuadro de Manet. O los que pone Ticiano para que se relajen sus ninfas y diosas como los de Danae recibiendo la lluvia de oro o Venus recreándose en la música. Estos son los verdaderos almohadones a los que todos deberíamos aspirar aunque tengan ácaros y desaten las peores alergias y los estornudos más vengativos.

Porque son esos almohadones los auténticos, almohadones donde la cabeza toma sus distancias de la realidad acre, donde se borran las fronteras entre el sueño y la vigilia, donde la noche le roba su secreto a las flores, donde mejor se secan las lágrimas de la derrota. Y, sobre todo, donde los ronquidos logran reproducirse en ecos vibrantes, verdaderamente gloriosos.

sábado, 16 de mayo de 2009

La aventura de mear

Antiguamente las aventuras se vivían comprando las novelas de Salgari. Eran tiempos en los que se leían relatos de piratas, de mares encrespados, de selvas con animales feroces y cazadores despiadados. Hoy, nada de esto es posible porque casi no se lee, ocupados como estamos en ver la televisión y saber, gracias a su contenido educativo, los centímetros del plátano de un cantante o el sendero que sigue la mujer de un futbolero para llegar a la cima venturosa del sexo. El progreso tiene estas ventajas.

Pero, a cambio, podemos vivir una de aventuras con solo utilizar los servicios de una cafetería moderna o de un restaurante elegante, tan distintos hoy de aquellos antiguos en los que debíamos acuclillarnos para evacuar con grave riesgo de la pérdida del equilibrio y de meter el pie en zonas pantanosas y pestilentes. Un pasado ominoso que solo recordamos quienes nos hemos esmerado en cumplir muchos años. Lo habrán comprobado ustedes más de una vez: entramos, afectados por las urgencias de una micción o de apremiantes retortijones, en el water y de pronto, sin accionar botón ni interruptor alguno, una luz se enciende solícita indicándonos el lugar exacto donde se va a producir el alivio. Aplicados al sanitario, el chorro se expande libre, alegre, cantarín, como una canción, a veces incluso lo acompañamos del silbido de una melodía querida ... Disfrutamos de un merecido lenitivo tras la presión sufrida. Pero, entonces, justo cuando más confianzudo sale el chorro, sin aviso previo, a traición, se apaga la luz, produciendo la sorpresa un sobresalto en el suministro de la meada copiosa, convertida incluso en un lamentable gota a gota. Y es que, por lo inesperado, algo se ha paralizado en nuestras entretelas y solo un esfuerzo de la voluntad y de la atención logra recomponer el ritmo jubiloso de la expulsión. Hemos sufrido la meadura interrupta con las secuelas sicológicas que puede dejar tras de sí.

Una vez terminada la operación, cerrada de nuevo la jaula, es preciso moverse a tientas en un recinto por lo común angosto y desconocido. El chivato de una luz tenue pretende indicarnos cómo salir del apuro pero las más de las veces el tal chivato emite pálidas señales y no se le distingue o nuestra vista simplemente ya no está para agudezas ni alardes. Entonces es preciso tantear a ciegas, calcular distancias, probar, explorar, algún coscorrón es casi inevitable hasta que por fin damos con el pomo de la puerta que nos devuelve al mundo alumbrado en el que recobramos la confianza en nuestros movimientos. Hay ocasiones en que estas vacilaciones en la oscuridad no se llegan a producir, cuando tenemos la suerte de que algún otro usuario entre, entonces estamos salvados, aunque el susto para él es grande porque no es fácil explicarse qué hace un señor a oscuras en el water de un restaurante. Lo más normal es que piense que quien se encuentra en trance tan comprometido y extraño es que ha culminado alguna sórdida cochinada sexual en solitario y que prefería la penumbra para mejor aparejar las evocaciones. Como se ve todo esto es penoso.

Pero más penoso es aún si la escena descrita se desarrolla en el interior del excusado, es decir, con ocasión de alivios mayores y más compactos. La indefensión de quien se halla con los calzones bajados (y lo mismo supongo que ocurrirá con las mujeres) es grande y merece una cierta compasión. Si en ese momento le dejamos a oscuras, entonces estamos perpetrando una agresión que puede afectar incluso a su estabilidad emocional, sin contar con que el proceso de limpieza no quedará adecuadamente culminado, lo que llevará a la proliferación posterior de palominos.

Por todo ello, reivindico a la autoridad el restablecimiento del interruptor manual y tradicional, humilde y servicial. Es decir ¡chorro de luz para el chorro!

viernes, 15 de mayo de 2009

otra guinda


En los mostradores de las farmacias debería haber tapas de medicamentos.

jueves, 14 de mayo de 2009

Otras distintas

Aquel hombre era capaz de dar él solo conciertos de estulticia.

La primavera debe de ser, en efecto, risueña y bienhumorada: ¡sigue sin enfadarse con los sonetos que ha soportado!

miércoles, 13 de mayo de 2009

Otra guinda

Sólo a fuerza de contener su pluma pudo aquella celebridad mantener su prestigio.

martes, 12 de mayo de 2009

Dos guindas


El cocinero viste de blanco porque es el ángel de la cocina.

El camarero que recita los platos canta el aria del banquete.

lunes, 11 de mayo de 2009

Una guinda

A quien disfruta con balances y cuentas de resultados debería condenársele a seis años y un día de versos.

domingo, 10 de mayo de 2009

Beba vino

Las innovaciones del lenguaje son estupendas porque es lógico que éste viva las mutaciones de cualquier ser vivo. Siempre ha ocurrido así y será buen signo que siga ocurriendo; sin embargo, lo triste de la mayor parte de las novedades que se hacen en el cuerpo y en el alma de la lengua española es que resultan horribles: cacófonas, tautológicas y perisológicas. Los nuevos vocablos que se ponen de moda son como perdigonadas que se dispararan contra la palabra auténtica justo cuando ésta se hallara en pleno vuelo, recorriendo grácil su cielo de símbolos, al encuentro del anchuroso horizonte de sus significados.

Y es que emplear palabras como "fidelizar", "priorizar" o "demonizar" es un atentado ecológico pues que altera el delicado sistema del lenguaje, además de un testimonio de marchitez intelectual, de irreversible deterioro del cerebro, el cerebelo y la médula oblonga del parlante. Los medios de comunicación propagan estas aberraciones con una rapidez desconocida hasta nuestros días y, si a ello se une, que la moneda mala expulsa a la buena, fácil es advertir que acabaremos "priorizando" en el idioma español la basura introducida por los vanilocuentes. La lengua ni puede ni debe ser "especie protegida" por hallarse sometida al caprichoso vendaval de los tiempos, a la germinación y a la declinación propias de lo que es natural, pero, precisamente por eso, debemos evitar que se pueda organizar contra ella una montería sin reglas o la caza artera, con cepos, trampas u otros armadijos.

¿Y qué tiene todo esto que ver con el vino? Mucho, a poco que se medite. Pues es en la crianza de los vinos y en su degustación donde mejor se ha cuidado el lenguaje, enriqueciéndolo y llenándolo de voces pertinentes y evocadoras. Nada tiene de extraño porque ambas actividades -la crianza y la degustación- son bellas artes, formidables destellos del ingenio humano: se paladea un caldo como se paladea un hallazgo lingüístico, con similar disposición de ánimo, y es que el goce de la palabra bien puesta, en su sazón, tiene mucho que ver con la fuerza votiva de un trago de vino. Como hay una etimología de las palabras, hay una etimología de los vinos que se oculta en barricas y añadas.

Hoy, de un vino del Bierzo, se dice que tiene "un aroma fresco, algo frutoso, con predominio de los aromas terciarios de especias y pimienta". O que aporta un "aroma peculiar a uva madura, ligeras notas tostadas y toques florales". O que es "redondo, aterciopelado, graso, muy pulido".

En un rioja hay "recuerdos de hierbas de monte en nariz y un tacto profundo fruto de la maceración del hollejo confirmando después la boca sus cualidades olfativas" o "en su composición las lías y la fermentación en roble afinan los caracteres vegetales y a veces silvestres de la uva".

¿Es fácil encontrar descripciones más vívidas, más largas, sedosas y mágicas? De un ribera del Duero podemos saber que tiene "matices frutales marcados y un buen registro de sabores que luego permanecen en el postgusto". De un cava se dice que goza de "un desprendimiento de burbuja continuo y elegante, siendo en nariz un dechado de frescura y armonía". Y así podríamos seguir escribiendo y, sobre todo, bebiendo pues hemos dado repaso a un amplio registro de valores gustativos muy seductores que invitan a soplar y a soñar.

¿Alguien se imagina que los críticos de arte o de literatura lograran expresiones tan acertadas, tan insinuantes y acordadas? Leer la reseña de un libro o de una película se convertiría en un placer plagado de matices envolventes, en un lujo de sensaciones ensambladas, en un manjar de canónigos, deleite de laicos.

¿No merece la pena intentarlo tomando una copa plena "de magistral sinfonía sensorial"?

sábado, 9 de mayo de 2009

Burbujas y cosquillas

Por fin podremos beber tranquilos Coca - Cola. Siempre me había conducido yo de una manera difidente respecto de esta bebida americana, empapada en famas, y no por el antiamericanismo estólido que nos cerca sino porque mi refugio ha sido siempre la gaseosa, castiza ella, humilde en sus burbujas de pobre, cordiales porque a nada aspiran más que a un fugaz cosquilleo en nariz. Por contraste, me he dado a meditar con frecuencia en la altanería de las burbujas del champán, tan engoladas y tan pretenciosas, empeñadas en alentar complejos regocijos sexuales o en fabricar amoríos ligeros e invertebrados, hermanadas siempre con las joyas y con las pieles y con esas mujeres de largas piernas y de pechos asustados como palomitas ... En fin la burbuja del champán me ha parecido siempre lejana, burbuja de señores antiguos dados al adulterio y a la cornucopia. Puro artificio francés.

Es probable que el consumo del champán se generalizara en el Imperio de Napoleón III (todo él pura burbuja, por eso se marchó Victor Hugo) y de seguro se bebió mucho cuando la boda con Eugenia de Montijo, mujer aquilatada y que odiaba a los rojos y a los prusianos con tesón inagotable, un tesón trufado en venganzas y un poco rococó, que acabaría costándole el sillón imperial. Lo mismo ocurriría en Viena, tan afrancesada a la sazón, en la Viena de Francisco José y de aquella Sissi que nunca estaba en Viena porque el augusto esposo la aburría de manera soberana, que de otra forma no saben aburrir los soberanos. Por esta razón el champán sale mucho en las operetas de Strauss hijo (me refiero a Strauss, el bueno; no a Richard) y de Offenbach donde siempre hay un conde que invita a champán a una damisela a la que quiere llevarse al catre de esa manera lírica e imposible, tan habitual en las juergas musicales.

¡Qué diferencia con la gaseosa proletaria! Bebida de los saraos populares, junto con la absenta que nubla voluntades y apaga los fulgores de la mirada, bebida de las revoluciones y de los motines vagabundos, en las novelas del primer tercio del siglo XX se llamaba “bolita”a la gaseosa, recogiendo así una expresión popular que plasmaba la forma en que se presentaba la bebida. La gaseosa no tenía más aspiración que apagar la sed y con ello se conformaba siendo admirable su respaldo a las causas del pueblo anhelante. Pablo Iglesias bebía gaseosa para aliviarse el gaznate antes de pronunciar sus discursos vibrantes en las Casas del Pueblo que eran las consistoriales del socialismo hirsuto y sano. Pero Azaña, por el contrario, tan afrancesado que llegó a escribir un tratado de doctrina militar francesa que nadie ha leído jamás, cuando se permitía un exceso, bebía champán, como Churchill que tomó la determinación de acabar con las reservas de Champagne cuando la guerra de los boers y no la abandonó hasta que venció a Hitler y lo echaron del poder por ello.

Pero estábamos en la Coca - cola. La cola para mí ha sido un sitio donde había mucha gente y en el que había que ponerse para conseguir una entrada de los toros. Por ello, a mí de cola lo único que me ha gustado es el piano pues me permite oír los conciertos de Haydn que son alados y destruyen la monotonía de la vida. Pero la bebida de las películas americanas siempre me ha parecido de escasa confianza sobre todo porque nosotros teníamos la zarzaparrilla, más carpetovetónica. El hecho de que además se guardara como un secreto militar la fórmula con la que estaba fabricada me hacía sospechar aún más porque tanto misterio no podía encubrir nada bueno. El ocultamiento llevaba gato encerrado.

Pues bien, todo esto es pasado y, a partir de ahora, defenderé la coca - cola sin reserva alguna ya que los periódicos informaron hace algunos meses que es poco más que agua del grifo. Me extraña que ello haya arrancado críticas a la empresa y amenazas de sanciones porque ¿hay algo que dé más tranquilidad al consumidor que el agua del grifo? Una bendición me parece la noticia. Ahora que está todo claro como el agua me dejaré cosquillear por las burbujas ... de la gaseosa.

viernes, 8 de mayo de 2009

Guindas

Es un milagro que, al bajar de un tren en el que nos han colocado en dirección contraria a la marcha, no caminemos hacia atrás.

Cuando hacemos una foto acartonamos una sonrisa.

jueves, 7 de mayo de 2009

Otras guindas

Cuando oímos la radio por medio de un auricular parece que la estamos auscultando.

En los modernos trenes herméticamente cerrados padecemos la cruel amputación del olfato: ni percibimos el aroma de la mar ni nos exalta el olor transparente de la sierra.

miércoles, 6 de mayo de 2009

La caspa como insulto

La moda viene ya de lejos pero ahora se renueva y adquiere mayor vigor. La caspa ha perdido prestigio en nuestra sociedad y el casposo sería un ser lleno de prejuicios tontos, inculto, ridículo, desacreditado. Incluso feo. Llamar a alguien casposo es hoy uno de los más descalificadores insultos.

Se impone salir al paso de esta tergiversación y reivindicar la caspa como lo que es: una simple afección de la piel. Con la dignidad de cualquier otra dolencia. Los dermátologos podrían explicarnos las enfermedades que puede sufrir la piel y cómo todas ellas son tratadas con la máxima consideración y pudibundez por parte de la ciudadanía, que o no habla de ellas o lo hace con prudencia y por supuesto sin dar tres cuartos al pregonero. Cuando alguien padece un herpe no se le zahiere y nadie en sus cabales identifica al herpético con un ser anticuado o reaccionario. Porque se respeta al herpético, en su dignidad, en su servidumbre y en su grandeza, que también la tiene.

Y lo mismo cabe decir de la pelagra o de la varicela. El seborreico, por su parte, es objeto de los más finos miramientos y nadie osa afearle en la cara el exceso de grasa en lugares comprometidos que la seborrea comporta. Se trata como vemos de achaques que cada uno arrastra como puede sin que sea honesto convertirlos en causa de desdoro. Algunos de ellos tienen incluso buena prensa como ocurre con los pecosos pues una pecosa es normalmente una niña considerada como agraciada. Yo conocí a una pecosa que tenía el alma como un nido de golondrinas pizpiretas. Y por ella es probable que me viniera el respeto a estas manchas y alifafes de la piel.

Lo contrario ocurre con la caspa. Un caso este que solo se puede comparar al de las verrugas que han sido utilizadas algunas veces en la historia de España a modo de ofensa, como ocurrió con don Manuel Azaña a quien se conocía como “el verrugas” porque es bien cierto que las tenía abigarradas y dispuestas como en franco desafío. Pero Azaña nunca trató de pasar por hermoso ni por dandy y, además, ya se sabe que Azaña se convirtió en impune blanco de las personas de derechas en los años treinta que no perdonaron nunca que un político fuera un señor de lecturas y pudiera escribir libros atinados sobre asuntos enrevesados. Sin darse cuenta de que en el pecado llevaba la penitencia porque nadie jamás los leyó.

Pero volvamos a la caspa y a su deshonor. Y volvamos a su vindicación. Porque la caspa para mí es una especie de muceta que lucen los pensadores despistados y los sabios ajenos al mundo. Es de color blanco porque blanca es su inocencia de investigadores y, cuando es abundante, se convierte en un tupido manto que asemeja a la nieve, de tanto prestigio.

Seamos serios. La caspa, al ser muceta, tiene algo de título, de rango, de prosapia. Estamos ante una señal de distinción, una suerte de atributo o insignia. El símbolo de la fecunda despreocupación. Y de la misma forma que se entrega al doctor los guantes de la ciencia o al obispo un anillo habría que entregar al intelectual fecundo un saquito con caspa para que lo espolvoreara con gracia sobre sus hombros, si él careciera de la suya propia. Y se debería heredar como se heredan los derechos de autor y de patentes.

Quienes admiramos a don Antonio Machado le admiramos por sus versos. Pero le admiramos más por su caspa, porque el poeta supo convertir esta enfermedad cutánea hoy tan maltratada en obra de arte. O en una especie de objeto litúrgico, lleno de significados y significantes. El joven atiborrado de rimas y métrica que se acercaba a don Antonio quería palpar al maestro pero sobre todo quería saber si su caspa era auténtica o artificial o prestada por algún otro vate, su hermano Manuel por ejemplo, que si no tenía caspa era porque tuvo que conformarse con tener el “alma de nardo del árabe español”.

Un respeto pues para la caspa, toquilla para abrigar razones.

martes, 5 de mayo de 2009

Naciones y otras sensaciones

Este artículo, que está escrito hace tiempo, cobra actualidad estos días con motivo de las reivindicaciones de los territorios y las deudas históricas.



El escribidor de provincias que firma sostiene que España no ha sido nunca una “nación de naciones” pero que, si lo fuera, debería disimularlo y, sobre todo, no decírselo a nadie porque las naciones de naciones han acabado como los rosarios de las auroras: así, el Imperio austro - húngaro, Rusia, Yugoeslavia etc. Hoy, construir entidades políticas desde la idea de nación es un empeño enormemente reaccionario porque la nación es un concepto que ya, sencillamente, no mueve las turbinas de la historia. Las movió pero hoy es inservible, sustituido como ha sido así en el pensamiento jurídico - constitucional serio por otros nuevos.

Pero este escribidor sabe muy bien -porque los dislates jaleados tienen una enorme capacidad expansiva- que nada puede hacerse contra esta comedia bufa de las naciones que se está representando ante nuestros ojos, muchos de ellos atónitos, caso de los míos. Pero, como estamos en eso, en comedia, en teatro, es decir en alardes literarios, hay que echar imaginación al asunto y tratar de explotarlo precisamente en su vertiente creativa. No soy muy creativo porque me lastra mi condición de jurista pero me gustaría aportar mi pequeño granito de arena al éxito de la función.

Hasta ahora tenemos a la nación propiamente dicha, que no es España por supuesto, pero que no hay más remedio que aceptar que existe por aquí y por allá, agazapada en rincones de la geografía peninsular, repleta de toda su tradición de héroes, dioses y tumbas, con sus cánticos y sus mártires.

La riqueza en la actual hora española viene de que, junto a la nación, emergen otros conceptos, pletóricos de insinuaciones, de significantes y de significados. Tenemos así la “realidad” nacional, que no es nación propiamente dicha pero se le parece, un sí es, no es, acaso un quiero pero no puedo, un hallazgo fantástico en todo caso. Surge después el “carácter”, que es lo mismo pero con matices irisados, porque remite a estilo, a señal que además tiene la ventaja de poder emparentarse con el que imprimen en el alma algunos sacramentos especialmente prestigiados.

Sugiero que otros territorios contribuyan a enriquecer el prontuario que tan opulento se abre ante nuestros ojos. Podríamos poner que tal o cual comunidad autónoma tiene “aroma” nacional: ¿no es bonito? Aroma es lo mismo que fragancia, algo bien distinguido y chic. Podría ponerse de moda un perfume hecho a base de esencias nacionales para lucirlo el día de la nación en los desfiles. Pero ¿quien nos dice que no pueda recurrirse asimismo al “sonido”?: tal o cual territorio “suena” a nación como una bien acompasada mezcla de la cuerda y el metal nos trasladan con la imaginación a una tempestad o a una batalla en el mar.

O “salero”, mi comunidad tiene salero nacional, una gracia nacional que no se puede aguantar y que se le nota en cuantito su presidente o el consejero mayor pronuncia cuatro palabras. O un “aire” o acaso “vibración” nacional porque agita, porque emite trémulos sonidos, temblequeantes por ello pero identificables y ciertos. ¿Y que tal “alma” nacional? O “conformidad” o “hechuras” ... en fin, como se ve, mi imaginación se estira.

Así pertrechados, ya no existe escollo para pedir a dios que intervenga y nos ayude a saldar la deuda histórica, como la doncella de Orléans intervenía para asegurar la victoria de las armas francesas. Porque la “nación” o el aroma o el salero o lo que sea, tiene vocación de bastidor, apto para bordar en él hilos y más hilos del chanchullo social. Lo malo, ay, es que también tiene vocación de trinchera desde la que disparar.

lunes, 4 de mayo de 2009

Pido la palabra

La iniciativa encaminada a recuperar aquellas palabras de la lengua española que se pierden debe ser saludada como oportuna y feliz. Porque se suele decir que las palabras son seres vivos y esto no es enteramente cierto pues, si así fuera, habríamos de aceptar su muerte, cuando esta es perfectamente eludible si todos nos empeñamos en evitarles tan amargo trance.

La palabra es condimento, la salsa del gran estofado que es la comunicación entre los humanos. Con ella se aliña, se adoba, se salpimenta y se sazona. Con la palabra se da la paz y se sella la amistad. Es el eslabón que nos une a nuestros antepasados que, si viven en nosotros, es porque de ellos hemos recibido sus palabras pues hay en su uso algo del rezo de un rosario ininterrumpido, vívido y estimulante. Con la palabra se incuba el huevo de la ironía que es la medida de la sabiduría de los hombres.

La palabra es el pan eucarístico de los herejes.

Por eso es encomiable el hecho de coger viejas palabras y llevarlas al balneario para que les den unas friegas, tomen un poco el sol, reciban una pitanza reconstituyente y, así fortificadas, vuelvan a caminar erguidas y logren empedrar el río fluyente de la andante palabrería. Hay que evitar el ingreso de las palabras en un hospital porque los hospitales tienen esa cosa inmaculada del mármol de los cementerios. Lo adecuado es el balneario: soleado, colativo, levemente marchito.

Como hay un monumento al soldado desconocido hay que erigir otro a la palabra desconocida y encender en él la llama votiva de su custodia. Hay escritores que desempolvan viejas palabras y son por ello como esos profanadores de tumbas que hurgan en el ataúd para llevarse las joyas del difunto que para nada las quiere ya en el austero Absoluto. Otros (los más) cultivan una prosa que parece un almacén en plenas rebajas de palabras.

De entre los grandes, Cela y Delibes han cavado a diario varias horas en las galerías subterráneas del lenguaje para sacar a la luz nueva mena. Delibes dice de un personaje que "se hacía el roncero" para describir su pereza, llama "guardoso" a un avaro y "opilada" a una señora a quien el flujo menstrual había abandonado. "Desopilante" se ha usado en la literatura de los años veinte para designar lo festivo o divertido.

Hoy, a quien gasta cierta malicia erótica, no se le llama "sicalíptico" que es como decía Felipe Trigo que escribía novelas suavemente sicalípticas. Hay también el escritor que inventa palabras pertinentes: Ramón Gómez de la Serna emplea la palabra "reborondo" que no creo la recoja el Diccionario pero que es bien reboronda, o sea, redonda, retocada, redomada y retrechera. Umbral inventó e inventó bien.

"Gentil" es una palabra en desuso y es muy gentil. Las actuales tapas se conocían en el siglo XVII como "llamativos" porque llamaban a beber y en el XIX un ama de cría que se quedara exhausta era despedida por estar "remamada". Una prostituta que fuera aficionada a la lengua proclamaría su arte calificándose como "lumia en celo". Silverio Lanza creó, ordeñando su mala leche, la palabra "vermicracia" para designar el gobierno de los gusanos, una buena expresión que en esta nuestra democracia vermicular podría usarse si los diputados leyeran a Lanza que no lo leen porque muchos de ellos son "mangarranes" o "manguanes" que es como designaban nuestros abuelos a las personas de escaso aprovechamiento.

Hoy también se usan a menudo palabras en inglés pero esas deberían tirarse por el "water".

domingo, 3 de mayo de 2009

Guindas

El chándal es el traje con el que corremos tras la salud


El cielo debería aprovechar esas nubes tan blancas y delgadas como cuartillas para escribir en ellas su misterio.

sábado, 2 de mayo de 2009

Dos guindas

Las revoluciones son los despertadores de la Historia.

El estornudo es la interjección de la nariz.

viernes, 1 de mayo de 2009

Verdades falsas

Se ha puesto de moda, ay, explicar desde expertos trabajos lo verdadero y lo falso que hay en determinadas creencias y convicciones de los españoles. Craso error desvelarnos la verdad. Atrevida la verdad que nos quiere sacar del error.

Porque ¿qué es la verdad? ¿qué el error? Rusiñol decía, sentado en Les quatre gats de Barcelona, esperando una de aquellas representaciones de polichinelas tan verdaderas y tan falsas al tiempo que encandilaban a las gentes de comienzos del siglo XX, Rusiñol, digo, advertía: “quien busque la verdad, merecería el castigo de encontrarla”. La verdad, el error: dos liebres huidizas, dos jinetes tras el horizonte, dos nalgas calientes que quieren acoger los tallos de las mejores diabluras.

Nos dijeron hace un tiempo que “la lechera de Burdeos” no es de Goya ni tampoco “el coloso”, ni tampoco... ¡qué sé yo! Es nuestro deber rebelarnos contra estas revelaciones porque ¿de quién puede ser esa mujer suave, con tantas maternidades dentro, con esa mirada de sueños rotos sino de Goya? Goya estaba en Burdeos, allá en su madurez alta, huyendo del sátrapa que gobernaba España y cuando piensa en lo que ha dejado atrás, lo que ve, en sus ensoñaciones de exiliado, en sus deseos de patriota, es una lechera, rica y benévola, madrugadora en sus afanes, solícita, suministradora del mejor y más antiguo de los alimentos. Por ello, solo los ciegos, o quienes tienen sus ojos velados por la vulgaridad, no advierten que en ese cuadro no se trata de representar a ninguna lechera, si por tal se entiende a la señora que en el pasado dejaba a la puerta de casa su cántaro de vida, sino que lo que se pinta es a España misma, España como madre, como fuente, como luz, como jardín, es decir, como lechera.

Pues bien, quien así siente y pinta no puede ser más que un trasterrado genial, es decir, Goya, y no hay escáner ni enjuagues de la ciencia que puedan convencernos de lo contrario.

Ahora bien, las ganas de fastidiar de quienes quieren sacarnos de nuestros errores no acaban aquí. Un libro dedicado a lo que el autor llama con soberbia de bajá oriental “diccionario de falsas creencias” nos advierte de la falsedad de que los vikingos llevaran en sus cascos unos cuernos. Este hombre sabrá de cuernos pero de vikingos... O de que tampoco responde a la verdad la idea de que si una chica joven, en la noche de san Juan, se mira desnuda en un espejo con la luz apagada y una vela encendida en la mano, puede adivinar el futuro sin posibilidad de fallo. ¿Cómo se puede negar que una muchacha de esta suerte ataviada sea capaz de hacer realidad los mejores prodigios? Pero ¿quién autoriza al autor del libro para dudar de esta convicción popular que se alimenta de la poesía y la fecunda el deseo? Una chica en esas condiciones, desnuda y con la luz apagada, con solo el suave reflejo de una vela, visible solo a la mirada de los amadores, es simplemente una maravilla que lleva en sí las más atrevidas evidencias y por eso es capaz de ver el futuro y el presente y el ayer, y los meses que no existen y las horas que nunca llegan a sonar, o no ver nada si no quiere pues se contenta con clavar su forma esbelta en el paisaje de las secretas delicias para dejar en él su estela de inconstancias. Y eso ya es mucho para la noche de san Juan y para la de san Miguel y para cualquier otra que el santoral nos depare.

La verdad nos hace libres pero el error nos hace soñadores. Vivir encadenado al poste de la verdad es una tortura verdadera. La verdad y la mentira son caminos, veredas, atajos para llegar de una orilla a otra, y como lo importante es el viaje y no la posada (como dejó dicho don Miguel de Cervantes) cumple demorarse en él disfrutando de la farsa. Ahora, cuando se llevan los matrimonios de derecho, de hecho, por lo civil, por lo militar y por lo contencioso - administrativo, lo que procede es que la verdad y la mentira se casen por lo fantasioso. Que se besen y nos traigan de su luna de miel una fábula, una alegoría, la trampa de la verdad, la certeza de un error...