miércoles, 30 de diciembre de 2009

Gordos/as

Se veía venir porque la situación se agravaba día a día: los gordos se han puesto en marcha y anuncian la guerra contra su discriminación, a favor pues del respeto a los kilos, a las altivas y desafiantes panzas y a los aspectos orondos, frutos del yantar entregado y del reposo practicado con abnegación y convicción. Ha sido en la ciudad americana de San Francisco donde el Ayuntamiento ha tomado ya las primeras medidas de protección del gordo/a como respuesta a un anuncio de un gimnasio/a que, para ganar clientes, amenazaba con el siguiente eslogan: "cuando vengan los extraterrestres, se comerán primero a los gordos". Una ciudad, como la aludida de América, proclive a creerse las especies más pintorescas, había de caer necesariamente en esta mentecatez de desprecio a los gordos, tan propia de papanatas.

No pasa una semana sin que nos salga un nuevo colectivo (como ahora se dice) de marginados, una nueva minoría a socorrer, la sociedad toda se acabará convirtiendo en una suma de pobres minorías en la que será imposible advertir dónde está la mayoría, y sin embargo, el gordo, mayoría verdadera y océano en que convergen ríos de estímulos positivos, sufre cada día la segregación más despiadada cuando no se convierte en objeto de crueles burlas, de irónicas puyas alusivas a su conformación holgada o a las hechuras de su buche. El único gordo bien visto en la sociedad moderna es el gordo de Navidad. Muchos puestos de trabajo están vedados a quienes desplacen un buen volumen y los reclamos de la moda están protagonizados invariablemente por caballeros esbeltos y damitas anoréxicas, escurridas y como escupidas, a las que dan ganas de comprarles uno de esos bocadillos de chorizo que se instalan directamente en las caderas, ese lugar excelso del pecado, boya de la lascivia, rompiente del regusto, artimaña, filigrana, fogarada de mil calores, forjadura de los mejores anhelos.

Olvidamos que, como escribía Fernández Flórez, más allá de los cien kilos no hay maldad, de la misma forma que no existen elementos patógenos más allá de los mil metros de altura o de los cien grados de calor. Edgar Neville, que era un feculento de solemnidad, túrgido como un templario, aseguraba que para saber si gozaba de una erección debía mirarse en un espejo pues que su epigastrio se alzaba en el camino de su visión como una barrera butirosa, fofa pero insolente. Entre los escritores quien está flaco y gasta formas espiritadas es que no vende.

Rossini a buen seguro no hubiera podido escribir "La Italiana en Argel" o "la Cenicienta" y, sobre todo, no hubiera podido inventar los canelones que llevan orgullosamente su nombre si no hubiera sido un hombrón con gloriosa enjundia de mantecas. Don Salustiano Olózaga, que fue uno de nuestros políticos más ingeniosos y que mejores fracasos cosechó en su época (lo cual dice mucho a favor de su éxito en la historia), dirigía la "Sociedad de amigos de la Cuchara" que es fácil imaginar no estaría compuesta por remilgados consumidores de acelgas, la comunión del tísico. Y así tantos otros.

En la actualidad los únicos artistas que se han tomado en serio los kilos y los han hecho objeto de su mimo son el pintor Botero cuyas ufanas creaciones pueblan calles y plazas adornándolas con sus destellos de satisfactoria pringue y la escritora Carmen Gómez Ojea que saca muchas gordas en sus novelas y cuyo "granate de amarilis" es un justo homenaje a las mujeres pingües y una exhortación a que abandonen complejos y pamplinas. ¿Hay algún poeta que haya dedicado una buena composición al gordo? Pues si no lo hay, es urgente convocar unos juegos florales con el gordo como protagonista.

El gordo representa la circularidad y lo circular es, en la mitología, el símbolo de la eternidad ya que no conoce ni el principio ni el fin y el círculo vicioso es un sofisma estupendo, lleno de atractivos y hechizos. Loa pues al gordo y al círculo mágico de esa banda de seda que ciñe su cintura.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Turrón


La exquisitez del turrón se comprueba si pensamos que nos permite sobrellevar hasta una reunión familiar.

domingo, 27 de diciembre de 2009

La democracia escoltada

(Ayer, sábado 26, publicó el periódico El Mundo este artículo mío).


La legislatura avanza entre trompicones y sobresaltos, enredada en asuntos diversos. Animados por la mejor intención, hay quienes despliegan una habilidad caliente para inventar problemas que llevan a cocinar desaguisados mayúsculos. A la vista de lo que ha ocurrido a día de hoy, no está mal la cosecha de año y medio de desvelos parlamentarios. Sin embargo, hay algo de lo que apenas se habla y, si se hace, es siempre en voz baja o en un imperceptible balbuceo.

Me refiero a ese objeto dormido, solitario, que vaga como un gorrioncillo perdido por los pasillos del edificio constitucional y que llamamos «reforma de la ley electoral». Han pasado muchos años desde que se diseñó el sistema actualmente vigente, por lo que el buen criterio impone revisarlo y ponerlo a punto agradeciéndole educadamente sus virtuosos servicios. Porque es un hecho que, tras las elecciones de 2008, fue tan clamoroso el dislate resultante del reparto de escaños (hubo dos partidos que, con el mismo número de votos, obtuvieron seis y un escaño respectivamente) que el propio Gobierno encargó al Consejo de Estado la elaboración de un dictamen que permitiera afrontar este problema de manera sólida y, al mismo tiempo, respetuosa del orden constitucional. Hace ya largo tiempo que este dictamen ha sido evacuado con la solvencia esperable, como hace ya largo tiempo que se encuentra constituida una Subcomisión parlamentaria a la que se encargó abordar este asunto.

Las noticias más benevolentes dicen que la tal Subcomisión duerme un sueño envuelto en espesura de silencios. Según me cuentan, a veces, una voz velada la requiere y, entonces, animosa, abre un ojo, se despereza, se yergue incluso, hasta que de nuevo alguna pócima, administrada por un malandrín o follón, la sepulta en su abismo. Y allí, a ese arcano, se lleva sus secretos, especialmente el que podría despertar a nuestra democracia.

Pues sépase que es la nuestra una democracia dormida y, como luego se verá, escoltada. Una democracia que, acunada por la nana de la derecha y la izquierda, parece haber encontrado postura en una siesta profunda, en una de aquellas siestas antiguas, de oración, pijama y orinal. Siesta peligrosa porque no es intervalo, la pausa imprescindible para tomar fuerzas, sino que tiene todas las trazas de convertirse en un descanso prolongado y pegajoso como légamo oscuro.

Buscar una fórmula para despabilar a la durmiente Subcomisión debería ser tarea urgente de los demócratas. Porque la democracia es un sistema delicado, frágil, que como tal exige cuidados y desvelos, la vigilia de sus seres queridos y cercanos. Para que no desfallezca, para que conserve su lozanía y no se agriete, ni quede a la intemperie, menos en las garras de sus enemigos. Porque no existe sistema alternativo que nos garantice una vida pacífica y de entendimiento mutuo, la democracia ha de estar provista de antenas sensibles que sepan captar aquello que en la sociedad -cuyos destinos rige- bulle y se mueve. La democracia, como ser vivo, ha de absorber los nutrientes que le permitan regenerar sin desmayo su cuerpo, abrillantarlo, tensar sus alas y, al tiempo, conjurar sus zozobras y acallar los gritos de muerte helada de sus demonios. La democracia necesita la mano audaz de la energía, la flauta de la imaginación, el bullicio en sus intimidades de la sangre hirviente de la virtud cívica.

Una democracia rígida, que no admite variaciones en su seno, se acaba convirtiendo en una democracia orgánica, yerta en sus eternidades y en la inalterabilidad de sus principios gloriosos e inamovibles. O en una de esas democracias tramposas que han instaurado donde han podido los comunistas, esos grandes secuestradores precisamente de la democracia y de las libertades a lo largo de todo el siglo XX.

La democracia no puede ser una estatua a contemplar, la piedra cincelada de una vez por todas por la mano del artista. Por el contrario, la democracia ha de saber alargar su cuello para ver las extensiones en las que cuaja el porvenir; ha de llevar en sus entretelas el gusto por la renovación de la vida en libertad. Debemos dejarnos acompañar por ella como la sombra que refleja el ansia implacable de justicia.

Si todo esto es así, es evidente que una democracia no puede caminar escoltada por dos gendarmes que, además, siempre son los mismos. Porque esto lleva a que el espectador se canse, se hastíe y le vuelva la espalda. La democracia es a veces comedia, a veces drama, siempre un poco de teatro. Y es tal condición la que obliga a renovar los decorados, el vestuario y los artistas. Para evitar el vacío de la sala mayormente.

Este peligro del vacío, es decir, de la abstención, se ha hecho visible en España en muchas ocasiones, a veces memorables, la más clamorosa de las cuales fue el referéndum del Estatuto de Cataluña, una necesidad angustiosa de un pueblo que él mismo ignoraba padecer. Y las sucesivas consultas electorales muestran en estos últimos años cómo el votante se retrae, se aleja de la urna al sentirse ajeno al sistema, desentendido de su suerte. Otra cosa es que en la valoración de los resultados se olviden esos miles y miles de votos en blanco que expresan la conciencia negra de la democracia, o no se cuente a quienes se quedaron en casa oyendo a Mozart o se fueron a tomar unas gambas a esa playa donde las brisas nos desvelan su magnífico enigma de fragancias.
En la República Federal Alemana se ha podido detectar este mismo fenómeno en las últimas elecciones legislativas celebradas el pasado mes de septiembre. Se han publicado allí varios libros que contienen una especie de juicio crítico al sistema democrático hecho por los médicos del cuerpo social. Uno de ellos hizo bastante ruido: su autor es un periodista vinculado a Der Spiegel llamado Gabor Steingart que ha llamado a la democracia alemana «la democracia robada» (Die gestohlene Demokratie, Piper, 2009). Este hombre propició una campaña bastante activa en favor del abstencionismo electoral que -como digo- desató una nada desdeñable polémica con participación de muchos ciudadanos en el debate (en parte estas voces se hallan recogidas en el mismo libro).

Hay en él un análisis demoledor de las formaciones políticas que se disputan los escaños en aquel país, como lo hay respecto del sistema electoral al que descalifica por propiciar la partitocracia, es decir, el predominio de unos partidos que no saben contraer su acción y su presencia a los ámbitos que la Constitución les acota, sino que se desparraman por todos los intersticios de la vida social, sofocándola y contaminándola con sus enredos y sectarismos.

Leyendo su alegato, fundado y con buena asistencia de argumentos históricos extraídos de la experiencia de Weimar, yo pensaba en qué diría este hombre si conociera la realidad electoral española, donde es imposible en decenas de circunscripciones que salga elegido un diputado que no pertenezca a los partidos que escoltan nuestra democracia. Pues en Alemania, aun con la ley electoral criticada, se pasó del dúo de demócratas cristianos y socialdemócratas al terceto (con los liberales), después al cuarteto (los verdes) y hoy al quinteto, al incorporarse «la izquierda» (Die Linke), «el partido más joven que tiene en su seno el mayor número de jubilados», como divertidamente anota Steingart.

Nada de esto es posible en los pagos hispanos, cercenada de raíz como está toda posibilidad de enriquecimiento de nuestro hemiciclo por causa de una ley perversa que tiene el desparpajo de prescindir de la voz de millones de ciudadanos, es decir, de tirar literalmente su voto a la basura cuando éste no se ha dirigido en la dirección correcta. Instaurar una auténtica pluralidad de opciones, dando a cada papeleta de voto el valor que merece el ser humano que la selecciona, es ya una tarea urgente si se quiere librar a nuestra democracia de la asfixiante protección de sus escoltas.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Más nieve

¿Y si la nieve no fuera más que la caspa de los ángeles?

jueves, 17 de diciembre de 2009

Nieve





La nieve

lloraba

carámbanos de frío

domingo, 13 de diciembre de 2009

España: sostenible e inconfundible

Proliferan las bromitas sobre la economía sostenible, cuando es asunto serio y de muchos quilates intelectuales. Un municipio cercano al mío se ha declarado sostenible, es decir, y, según doña María Moliner, susceptible de ser mantenido. ¿Qué objeción se puede poner a este adjetivo? Es bien correcto, porque, en efecto, los dineros de los contribuyentes lo mantienen, sin ellos no habría municipio, ni alcalde digno de tal nombre, ni casas consistoriales, que son las que albergan la Administración municipal, no las de mala nota, como algún rijoso apresurado pudiera creer. Las universidades públicas -muchísimas en número y en cargos académicos- pugnan por ser y parecer sostenibles, y todas, por supuesto, lo son: como que están mantenidas por los frutos de la recaudación obligatoria de alcabalas y pechos que desgarran los bolsillos de todos los paganos. Es más, muchos de nosotros somos sostenibles, pues vivimos gracias al Erario público, que nos procura una mantenencia más que digna y sólida. Y así sucesivamente...

España, pues, es sostenible. Y su economía, también. Pero es que hay más, hurgando en el sufijo «-ible» y prendiéndolos -para que no se nos desbaraten- en un imperdible, podemos decir que España es ininteligible, porque todos los días se suceden acontecimientos que nadie puede entender, y eso le da también una dimensión inconfudible en el (des) concierto de las naciones: de las naciones que tienen Estado, de las pobres naciones que no tienen un Estado que llevarse a su bandera, de los Estados sin nación, y de las naciones de naciones, y no sigo porque me parece que me estoy liando, es decir, me estoy haciendo incomprensible.

España es, además, indefinible, puesto que resulta difícil someterla a cánones conocidos o de prosapia contrastada. Si no lo fuera, ¿cómo podríamos estar los españoles todos los días preguntándonos por nuestro ser, nuestro yo, nuestra alma intransferible y nuestra mismidad corpórea?, ¿cómo estaríamos debatiendo, antes de ducharnos por las mañanas, si somos vascos, gascones, moros, monegascos o fenicios?, ¿cómo andaríamos a la búsqueda penosa de un idioma para podernos entender, descubierto el hecho lacerante de que carecemos de él?, ¿de qué servirían tantos y tan diversos estatutos de Autonomía, cuajados todos ellos de exposiciones de motivos, artículos, disposiciones y preceptos horribles y suprimibles?

España es, encima, lector paciente, repartible. Justamente en ello -en su reparto- están los hunos y los otros, tirando de su piel desde las cuatro esquinas cardinales para quedarse con sus fragmentos y comérselos solos con esa avidez que ponen muchos mamíferos con el producto de sus cacerías. Y esto convierte también a España en digerible, en un ligero producto comestible y bebible. A poco que siga cociendo este país en la gran olla de la improvisación quedará listo para el gran banquete, aunque para entonces ya no será reconocible. Pero no importa, ya que esto a muchos ciudadanos les parece plausible.

España es, en fin, no lo olvidemos, incorregible. De nada valen los gruesos tomos en que está contenida la Historia de Menéndez Pidal ni los de Lafuente antiguos o los modernos de Artola ni tantos otros esfuerzos por descifrar nuestro pasado como a diario se culminan. España repite, con insistencia de comida mal especiada o de ajo mal administrado, unos y los mismos errores, de manera machacona, sin aprender casi nada del testimonio de sus muertos, que se convierten, entre tanta algarabía y sectarismo, en seres inaudibles.

Por todo lo dicho España es, y así se puede proclamar en leyes ilegibles: sostenible, discutible, perdible... Menos mal que se mantiene bonancible y, gracias a ello, redimible.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Molinos


El molino de viento mueve sus aspas porque, en rigor, es un castillo abandonado que dice adiós a los guerreros

lunes, 7 de diciembre de 2009

La memoria gastronómica

Es hora de proclamar la defensa de la memoria gastronómica. Y con urgencia. Se impone buscar ya, sin más dilaciones, en los viejos arcones, en las buhardillas de las casas antiguas, en los aparadores jubilados de los desvanes, las recetas de nuestras abuelas que yacen allí a la espera del soplo amigo y efusivo que las honre como se merecen después de años y años de olvido, de incuria, de deshonor ... Recuperar la memoria gastronómica es un acto de justicia, tardío si se quiere, pero imprescindible para volver a estar en paz con nosotros mismos y poder mirar en nuestras intimidades sin avergonzarnos, con esa cabeza erguida y altiva que gasta quien nada tiene que ocultar.

Yo -aun desde mi poquedad provinciana- convoco a los españoles a esta labor patriótica, a este desescombro histórico, a este remover de restos que ha de ser una empresa nacional que a todos nos una y que a todos nos galvanice. Y, si no se atiende este llamamiento mío, si por pereza o por ignorancia acerca de lo que nos jugamos, continuamos indiferentes a este desafío de la historia, entonces habrán de ser las autoridades de todos los gobiernos quienes actúen de manera coactiva. Y, si por desventura tampoco lo hicieran, que venga el legislador, que entre en el escenario el Parlamento para aprobar una ley de recuperación de la memoria gastronómica con su Exposición de motivos, sus decenas de artículos y sus disposiciones derogatorias, transitorias, manducatorias y contradictorias.

Y, si tenemos la osadía de dar la espalda a la ley o de hacerle un descortés corte de mangas o esta acabara durmiendo el pegajoso sueño del Boletín, entonces será irremediablemente el juez el convocado: sí, el juez de instrucción para que diligencie la causa criminal que abra el proceso penal. A ver entonces quien es el guapo que se le resiste.

Porque resulta que, en la época de las identidades y de la España plural, se nos quiere imponer la uniformidad gastronómica, la uniformidad de hamburguesas y pizzas en multinacionales de los asuntos de boca, de la “bucólica” que se decía en el Siglo de Oro. No y no.

Los signos que ya conocemos son inquietantes: en todas las ciudades se multiplican los burgers, los macdonalds, las pizzerías, y lo que es peor, la juventud, esperanza de la sociedad, se vuelca en ellos, y en ellos se alimenta mancillando el honor gastronómico patrio, que es el mejor fundado de cuantos honores existen. Jóvenes briosos de fornidos hombros y muchachas de adorables pechos, os exhorto: ¡enarbolad un botillo y acorralad al happy meal! Porque ¿cómo se atreve a competir uno de esas bazofias rociadas de ketchup con nuestros callos? ¿es que una blancuzca salchicha con mostaza puede sustituir a un montadito de lomo, a unos mejillones al vapor? ¿Nadie ve la locura?

Y todo es porque tenemos enterradas y sin dar cristiana sepultura, en la fosa común del olvido, las recetas de nuestras abuelas y de nuestras madres que glorificaron figones y fogones. Pues ¿qué decir de los dulces sobrenaturales de las monjas? Mesarme los cabellos o lanzarme al río Bernesga con una piedra al cuello es lo que me pide el cuerpo cuando veo en el mostrador de una cafetería esos bollos insustanciales, que encima aparecen metidos en un condón, para más humillación de todos: de nosotros, de los bollos y del condón.

Yo os digo que, si nos aplicamos a desenterrar recetas, encontraremos sin dificultad las de esos dulces de almendra que llevaban en su superficie dibujos de azúcar que reproducían el acueducto de Segovia o los frisos de la Alhambra. Pues ¿qué de las hojuelas, pestiños, mostachones, bizcotelas que dieron ánimos a nuestros antepasados para las hazañas a las que debemos nuestro ser?

O daremos con la del pollo que se llama “en pebre”: se asa en parrilla, frotado con manteca, zumo de limón y ajos. En la cazuela o marmita se pone perejil, pimienta, sal, laurel, el jugo del asado, aceite y agua caliente para que hierva. Después se vierten en la salsa ocho o diez yemas de huevo, se baten para espesarlas y se deja hervir todo otro poco. Adorable el pollo, memorable el guiso.

Sépase que la pérdida de la memoria gastronómica nos lleva al escorbuto y al deterioro del semen. O lo que es peor: al sushi y a las comidas orientales pues empezamos con los chinos pero hoy son también los vietnamitas, los tailandeses y los coreanos quienes protagonizan una invasión implacable que es la avanzadilla de otra más amenazadora. ¿Quien no piensa que lo que hoy son inofensivos rollos de primavera y arroces tres delicias no serán mañana obuses y misiles cuerpo a tierra?

España debe sin más demora recuperar la dignidad defendiéndose ante el peligro de la desmemoria gastronómica. ¡Todos al desván de la abuela con el pico y la pala!