sábado, 27 de febrero de 2010

Teoría del cóctel

Probablemente no sea una sorpresa para el ciudadano pero lo cierto es que la dedicación a la política es pecado a los ojos de los dioses. Como son muchas las tropelías que se pueden cometer desde el poder es lógico que el gobernante se deslice por el terraplén de los desmanes y al final incurra en la violación de un montón de preceptos morales. ¿Puede extrañar que ello desencadene la ira de quienes todo lo ven desde el más allá?

Creo que no. El político pues peca. Pero como no lo hace contra el Espíritu Santo, que es lo imperdonable según los textos más sagrados, puede impetrar la absolución por medio de la penitencia. Esto ha sido siempre así y no hay más que ver los libros penitenciales antiguos para advertir las que se imponían a los monjes en casos de pecados sonados: por ejemplo, la práctica de la sodomía se castigaba imponiendo un ayuno de diez años; la fornicación, si era una vez, tres años; la misma fornicación, cuando era repetida y disfrutada, hasta siete años y así seguido...

En el mundo de la política se ha impuesto una penitencia más sutil pero no por ello menos cruel: el cóctel. Los políticos que pecan, y somos todos, estamos condenados a depurar nuestra conciencia acudiendo a un cóctel que, a su vez, conoce modalidades diferenciadas: el cóctel sin discurso es la más benigna, a ella le sigue el cóctel con discurso de una, dos, tres o más personalidades en función de la gravedad de la infracción cometida. Yo puedo aducir mi propio ejemplo: la última semana en Bruselas he acudido a tres cócteles y he oído catorce discursos. No dudo de mi comportamiento censurable ni de que había pecado de forma recia pero tampoco dudo de que he quedado limpio cual patena tras la consagración.

Porque ha de saberse que el cóctel es ese lugar donde se coleccionan tonterías de una forma entonada y continua. La pregunta que hará el afortunado que no ha de asistir a cócteles es ¿son tontos quienes acuden a un cóctel? Mi experiencia me dice que no necesariamente. Ocurre sin embargo que en el cóctel se está de pie y esta posición erguida mantenida durante un par de horas desequilibra las lumbares, las cervicales y las articulaciones más sufridas que puedan existir en la humana corpulencia, lo que contribuye a que el sufridor se entregue a la formulación de los más manoseados lugares comunes cuando no sencillamente al desvarío mental.

Hay otro aspecto a considerar no menos relevante. Y es que esa misma posición despierta el apetito como ocurre con una excursión al monte o a la playa. Como quiera que en los cócteles se reparten canapés y montaditos de ibérico, es comprensible que el asistente busque en ellos el consuelo que no puede encontrar en la conversación con sus semejantes. Pero, al ser escasa la oferta y exigente la demanda, se produce el fenómeno que los economistas explican con tanto garbo y desenvoltura. Conclusión: no es fácil atrapar algo bueno y misericordioso para “la bucólica” (como diría don Miguel de Cervantes) y eso lleva al desánimo intelectual y a la pereza argumentativa. Es decir, a la sandez, a proferir vaciedades sin recato alguno.

Véase pues el cóctel como la penitencia aplicada a los políticos por sus atropellos. Quien no lo sea debe abstenerse de acudir a estos ágapes y su penitencia habrá de cumplirla en otros escenarios.
“Padre, me acuso de haber escrito un decreto y de haber presentado dos enmiendas en la Comisión de Presupuestos”. No te preocupes, hijo, asiste a siete cócteles, escucha diez discursos y cómete doce croquetas. Y yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre...

miércoles, 24 de febrero de 2010

Desmayos

Para subrayar el éxito alcanzado por un cantante moderno en uno de sus conciertos se escribió en la crónica periodística que "se produjeron a lo largo de la actuación decenas de desmayos". También en el mundo de los toros es moda actual decir que el diestro ha toreado "esmayao" para indicar que lo ha hecho con gusto y arte. El desmayo ha ganado, como se ve, en el mundo de los espectáculos prestigio y reputación.

Hace años, por el contrario, desmayarse era cosa de embarazadas o de tuberculosos y quien se desmayaba era conducido a una casa de maternidad o a un sanatorio bien ventilado con un ejemplar de "la montaña mágica" de Thomas Mann para que con su lectura entonara el ánimo. La gente no se atrevía a desmayarse sino en presencia de su abogado. Los únicos desmayos impunes eran los de mentirijillas, los desmayos de la actriz de teatro o de las bailarinas de ballet que son quizás las personas que mejor se han desmayado a lo largo de la Historia.

Y es que durante siglos el desmayo fue sinónimo de estómago vacío. Los pobres han sido artesanos del desmayo, en rigor un pobre no es sino el desmayo de la sociedad capitalista. El pobre es esa maceta que ponemos en un rincón del jardín con los esquejes muertos. Ahora, si los desmayos se ponen de moda en los conciertos y en las plazas de toros, hay que prepararse para la formulación de una nueva estética del desmayo demasiado vinculado al romanticismo y a la tisis, como ya se ha dicho. Acaso nos encaminamos hacia una nueva edad romántica y los desmayos de este final de siglo son las golondrinas que la anuncian.

Ahora bien, que nadie se haga ilusiones porque un desmayo conseguido no está al alcance de cualquiera. Menos aún, saberlo llevar con dignidad. El desmayo es un arte y a veces con él, como con un cuadro o un cuento, se quiere impresionar, sorprender, contar una historia, crear una complicidad. Quien se desmaya bien puede causar envidia pero también hacer germinar la amistad o, al menos, una solidaridad vagamente evangélica. Si se pudieran pintar los desmayos tendrían el color rosa o el azul, siempre pálido, y las más de las veces exhibirían el semblante positivo de los sentimientos sinceros.

Es paradójico que una sociedad como la nuestra que sacraliza la fuerza y el vigor físico esté al mismo tiempo descubriendo la dimensión artística del desmayo y su condición de señal del entusiasmo, del acierto y hasta del erotismo porque una mujer bien desmayada pone cachondo hasta a un hirsuto eremita. Y es que los labios de la desmayada piden besos de mucha entrega y convicción porque son los únicos que sacan de un desmayo para hacer caer en otro.

Es de prever que pasará a otros ámbitos de la vida cotidiana el desmayo. Y así, en el Parlamento, cuando se quiera resumir la gran faena de un orador, se dirá que durante su intervención se han desamayado siete diputados, dos ministros y la amante de un subsecretario que se hallaba en la tribuna del público. Un conferenciante será tanto más reputado cuanto mayor sea el número de desmayados que sus palabras provoquen y en los viajes de novios se asegurarán los desmayos coitales de la misma forma que ahora se asegura el parabrisas del coche. Quedar enervado por la voluptuosidad del desmayo es cosa fina y con él el paisaje humano gana en claridad y, sobre todo, en galantería.

Se podría instituir un día del desmayo como hay el día del padre y podría erigirse el monumento al desmayado desconocido. La Iglesia debería crear el sacramento del desmayo que se administraría con el máximo esplendor de vestimenta y trebejos litúrgicos y el gran hallazgo sería un ministerio de los desmayos con un hipotenso al frente. Ojalá este artículo no sea leído hasta el final y haya conseguido desmayar a algún lector en la tercera línea.

Tengo para mí que el éxito del desmayo solo se alcanzará plenamente si lo sacamos de la Seguridad social donde vive aherrojado y lo ponemos como asignatura en las escuelas de Bellas Artes. Así habrá museos del desmayo pero no podrá haber ejército ni desfiles de desmayados porque éstos llevan el paso cambiado, que en eso en buena medida consiste el desmayo. Hay que imitar a la Naturaleza y desmayarse con la misma elegancia y naturalidad de la Noche que jamás utiliza ese pomo de sales que es la Luna.

Precisamente cuando la Naturaleza se desmaya es cuando nace el Arte. Velázquez nació de un desmayo de aquella Corte en la que le tocó vivir. Las vanguardias son un desmayo de la tradición y las revoluciones aprovechan para estallar el desmayo de los políticos como los grandes inventos aprovechan para hacerse notar el desmayo de la rutina. Y hasta la justicia solo resplandece cuando se desmayan los profesionales del Derecho. En fin, la Vida misma ¿no está cimentada sobre el desmayo de la Muerte?

domingo, 21 de febrero de 2010

Una guinda

Sería un lujo magnífico pasar a caballo los pasos de cebra.

viernes, 19 de febrero de 2010

La soberanía, esa antigualla

Ayer publicó el periódico El Mundo este artículo mío.



En el pobre debate político español se ha acuñado la palabra soberanismo para resumir las apetencias secesionistas de algunos territorios. No admitido por la Real Academia, el extraño neologismo entronca obviamente con la noción de soberanía que ha sido la viga maestra de la construcción del Estado moderno.

Como se sabe, pero no está de más recordar, su formulador más agudo fue Bodino, quien publicó su obra Six Livres de la République en el último tercio del siglo XVI (1576). Signo distintivo de la soberanía era -para este pensador- el hecho de que su titular carecía de superior hallándose tan solo sometido a las leyes fundamentales que no podía infringir. El fin del Estado será justamente el ejercicio del poder soberano orientado por el Derecho. Una idea revolucionaria pues, en su inocente apariencia, estaba liquidando la concepción medieval según la cual el poder servía para ejecutar los designios de Dios.

Este poder, indivisible y eterno, explicarían más tarde Hobbes y Rousseau, se fundamenta en el contrato social, en un acuerdo a favor de «una persona o una asamblea de personas» trabado entre individuos libres e iguales que confían el Gobierno a sus representantes, reflexión ésta de gran calado porque supone la neutralización de los estamentos y de la Iglesia. El humus que permitiría llegar nada menos que a las revoluciones americana y francesa está formándose lentamente.

La polémica acerca de si el titular de esa soberanía era el príncipe o el pueblo fue tan viva que cavó las trincheras desde las que se estuvieron disparando tiros durante buena parte del siglo XIX. No es extraño que, cansados de tanta sangre, algunos juristas aplicaran el bálsamo de sus sutilezas para desactivar tanto dramatismo. Uno de los más ilustres, Georg Jellinek, rebajó los humos de la tradicional soberanía para reducirla a una categoría histórica: el poder del Estado -aseguraba- se manifiesta en el hecho de estar sometido a sus propias leyes y no a las de ningún poder extraño, así como por disponer de órganos para determinar su voluntad. La polémica se enriquecería con copia de opinantes (Preuss, Hermann Heller, etc, antes Laband) y es nada menos que Kelsen quien, irreverente ante el hechizo del concepto, lo disuelve en el contexto de su teoría acerca de la validez del ordenamiento y de su configuración del derecho internacional que restringe la soberanía de los Estados podando unos excesos peligrosos que conducen al desarrollo del imperialismo y, con él, a la destrucción de amplias esferas de libertad.

Han pasado muchos años desde estas formulaciones y los acontecimientos no han hecho sino confirmar en Europa una tendencia que fuerza a explicar la soberanía de otra manera, porque hoy no puede ligarse sin más al Estado sino a una combinación que incluiría a éste y a la supranacionalidad europea. Lo que nos obliga a abandonar la idea tradicional para abrazar la de soberanía conjunta o compartida, apta para garantizar la diversidad de los niveles de Gobierno con la unidad de la acción política y de su medio de expresión más solemne que es la producción jurídica. Utz Schliesky ha desmenuzado en un denso estudio esta idea. El actual ejercicio de los poderes soberanos se ha desplazado así desde la individualidad de esos Estados a su actuación como miembros de una comunidad, razón por la cual se ha esfumado el poder único e indivisible para emerger otro de rasgos renovados basado en la existencia de un orden jurídico complejo e irisado pero dotado de los suficientes elementos para ser reconocido como un todo unitario, trabado por el Derecho y cimentado por el principio de lealtad de la Unión con los Estados y viceversa.

Me atrevería a utilizar la expresión de soberanía diluida para describir esta nueva situación jurídico-constitucional.

Convengamos, pues, en que la soberanía, entendida al modo tradicional, ha devenido una pieza herrumbrosa en el mundo europeo y global que se está construyendo. Enormemente reaccionaria por añadidura.

Porque es, por ejemplo, la culpable del fracaso de la Cumbre de Copenhague, que, si contra algo se ha estrellado, ha sido justamente contra la insolidaridad de las naciones dotadas de soberanía. Hoy, nadie que se halle en pleno uso de sus facultades mentales duda de la necesidad de contener los desvaríos que se cometen en este planeta desbocado, por lo que las políticas ambientales se han convertido en un objetivo esencial de toda sociedad civilizada. Y ello más allá o incluso al margen de la polémica sobre el cambio climático y de si están bien o mal fundadas las afirmaciones de tal o cual climatólogo: sencillamente porque nuestro despilfarro debe acabar, ya que miles de millones de habitantes del planeta no tienen por qué soportar el egoísmo que cultivamos con injurioso descaro las sociedades ricas. Todas ellas envueltas en la bandera desflecada de la soberanía.

Si miramos a Europa, la desintegración del mercado interior y la imposibilidad de articular una política económica común se deben asimismo al nacionalismo soberano de algunos Gobiernos.

Sería difícil explicar a un marciano -como ha notado Paul Kennedy- las razones por las cuales andamos los 7.000 millones de habitantes del planeta encuadrados en 192 Estados, muchos de ellos fallidos o simplemente desintegrados. Un mapa ridículo de naciones separadas, grandes o pequeñas, ricas o pobres, pacíficas o belicosas, cada una de ellas estimulando a sus ciudadanos a cantar, trémulas las gargantas, sus himnos, a enarbolar sus banderas añosas y a formar ejércitos bien nutridos de funcionarios. Lo estamos viendo estos días con la magna desgracia ocurrida en Haití. Causan estupor los miramientos con los que está desembarcando allí la ayuda norteamericana (la señora Clinton se ha deshecho en excusas al bajar del avión) y las acusaciones de imperialismo que he oído desde los bancos de una izquierda ridículamente antiamericana en el hemiciclo del Parlamento Europeo. Procede hablar con claridad: defender hoy la soberanía de Haití no es defender a una nación, es defender sin más las trapacerías y la ladronería que sus dirigentes llevan practicando allí impunemente desde hace años.

Un libro reciente, el de Caroline Fourest (La dernière utopie. Menaces sur l'universalisme, Grasset, 2009), ha puesto de manifiesto, además, cómo son precisamente circunstancias nacionales las que sirven para limitar aquí o allá la libertad religiosa o la de expresión convirtiéndose «la soberanía en la excusa permanente para practicar una visión restrictiva de los derechos del hombre». Una moda peligrosa -sigue explicando la señora Fourest- que se completa con la exaltación de la diversidad y esas diferencias que nos enriquecen cuando en realidad son coartadas para sacralizar desigualdades entre las personas y presentar como verdades inconcusas lo que no es sino un montón deforme de prejuicios. Pues una cosa es utilizar la diversidad para luchar contra la tentación de reducir el hombre de la Declaración universal al macho, blanco y heterosexual y otra bien distinta utilizarla para insistir en aquello que nos diferencia en lugar de hacerlo para subrayar lo que nos une.

Sólo en un país como España, en el que se desvaría recio y en el que se hallan extraviadas nociones elementales de la Teoría del Estado, ha podido acuñarse una palabra como el soberanismo para reivindicar experimentos políticos que ignoran el hecho de que la Historia, según dejó escrito Ortega, tiene de río el no saber andar hacia atrás. Lo extravagante es que quienes por tal senda caminan son tenidos en ambientes muy selectos por progresistas.

domingo, 14 de febrero de 2010

Almanaques y muslos

Ahora que comienza un nuevo año es época de colgar un nuevo almanaque para poder prever con exactitud el día y la hora de nuestros incumplimientos. En el Paraíso no existía el Tiempo pues que en él todo se iba en un vagar bobalicón y desgualdrapado de sus moradores. Pero hubo un momento en el que los días y las horas, los meses y los años, todavía increados, se hallaban como al acecho, esperando que se les reconociera en la Creación su identidad reiterativa y fastidiosa. Bostezaban y se aburrían hasta que, aprovechando la salida del Sol, se reunieron para decretar que, con el gran y refulgente astro, había nacido precisamente el día. Pero contar por días era muy pesado porque los humanos tenían que celebrar los cumpledías y el lío de regalos y de festejos hacía imposible una vida razonable y mesurada. Esta fue la gran oportunidad de que se sirvieron los meses y los años para reclamar su presencia en el cómputo del Tiempo. Desde entonces se celebran los cumpleaños que, aunque son fiestas cargantes, se sobrellevan con dignidad y han aportado un cierto orden al desenfreno precedente.



El mejor calendario que ha existido era el que publicaba Plá en las páginas de la revista "Destino" porque se llamaba "Calendario sin fechas" lo cual siempre me pareció un gran hallazgo destructivamente burlesco pues quitar las fechas al calendario es como quitarle los números a los índices de la Bolsa, es decir, la idea más revolucionaria que es posible poner en circulación en esta sociedad asmática.


Eran muy divertidos también los almanaques de los siglos antiguos que contenían pronósticos acerca del tiempo, prodigios, horóscopos y otras supersticiones así como consejos a los agricultores o a los navegantes, todo muy inútil y, por tanto, muy entretenido. El gran mago en el siglo XVIII de esta variante de la distracción literaria fue don Diego de Torres y Vallarroel, que se hizo catedrático de Matemáticas en Salamanca aprovechando su extensa ignorancia de esta ciencia, y que se ganaba realmente la vida con sus "Almanaques y Pronósticos", lo que le dio gran fama entre sus contemporáneos. Torres predijo la fecha de la muerte del más breve de los reyes españoles, el desdichado Luis I, hijo de Felipe V y de María Luisa de Saboya, y también otro acontecimiento de más largo aliento, la Revolución francesa, respecto de la que falló sólo en un año pues su cálculo le llevó al año 1790. Le llamaban "el gran Piscator", título éste de los viejos calendarios milaneses que, por sinécdoque, pasó a ser el nombre de todos estos almanaques de periodicidad anual con pronósticos meteorológicos. El "Zaragozano" es la muestra contemporánea de esta especie.


Pero hoy existen otros almanaques: los hay elegantes y repolludos, artísticos y estéticos, con cuadros de pintores exquisitos y de otros camelistas, que están muy bien para ir de lindo por los salones del gran sarao social. Se colocan en la oficina del agiotista (que ahora llaman broker) y a presumir entre los clientes con móvil y gomina.


Los mejores, sin embargo, los almanaques más recios y de mejor factura, son los que incorporan efigies de mujeres contundentes, hembras de adelantadas tetas, altas de agujas, descaradas, de derogado virgo, verdes serranas, crema batida por caderas. Doctoras, lujuria causa, en la lid venérea. Se ven mucho en las cabinas de los conductores de camiones porque estos hombres han de soñar cuando se hallan en lugares remotos con hechuras definitivas y no se pueden perder en evocaciones de señoritas espiritadas y con el eructo quedo. Se ven también en los talleres de reparación de automóviles porque nada inspira mejor para el cambio de una bujía que la contemplación del mes de febrero patroneado por una rubia ofensivamente desnuda que te ofrece una boca racimosa y en cierne.


Hay una gran empresa americana que está sacando una colección portentosa de almanaques dedicados al muslo. Muslos y más muslos: ¡ah, el muslo! Ramón Gómez de la Serna dedicó un libro a los "senos" y Prada, en nuestros días, siguiendo la estela, otro a los "coños". Los muslos están ahí en el arroyo literario, son en buena medida una especie de res nullius de la prosa o del verso, y por eso están llamando a su vate, a su cantor, a su juglar definitivo que los solemnice elevándolos a la categoría litúrgica que les es propia: muslos largos como góndolas, muslos furtivos, resbaladizos, rebullentes, muslos estupefacientes, muslos orgullosos, muslos desesperados, alentadores... Muslos como puñales; puñales como muslos; muslos como besos; amor de besos, de puñales y de muslos.



Ya que no tenemos a Plá, bienvenidos sean los almanaques de muslos. Pero éstos deben ser santificados derritiendo sobre ellos el flujo de la palabra, la voluptuosidad del ritmo.

jueves, 11 de febrero de 2010

Discursos

Debería haber licuadora de discursos.

martes, 9 de febrero de 2010

Farmacias

En los mostradores de las farmacias debería haber tapas de medicamentos.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Telarañas

Las telarañas son las legañas del largo sueño de los rincones.