domingo, 27 de junio de 2010

Donación de órganos

Los españoles estamos entre los ciudadanos más generosos del mundo a la hora de donar órganos y de ello se benefician muchas personas enfermas. Constatar esto -y oírlo como lo he oído yo a muchos oradores en diversas lenguas en el Parlamento europeo- produce satisfacción. No todo va a ser malo entre nosotros ni todo ha de llevarnos al desánimo.

Ocurre sin embargo que deberíamos ampliar esta disposición virtuosa que tan buena fama nos proporciona y llevarla al mundo político y administrativo.

¿Qué tal donar el Consejo general del Poder judicial? ¿Y el ministerio para la Igualdad y la Fraternidad? ¿y el Tribunal constitucional? ¿y un centenar de consejerías de las Comunidades autónomas? Descargar el organigrama de sociedades públicas y fundaciones-tapadera de diversos enjuagues tampoco nos vendría mal al organismo, tendría incluso un efecto laxante.

¿Alguien se imagina el alivio? Antiguamente se hacían sangrías y, aunque en el siglo XIX ya se dudaba de su efecto curativo, se siguieron practicando como se puede leer en muchas novelas y folletones de la época. Las sanguijuelas eran el medio preferido. En los libros de bandoleros que escribía Manuel Fernández y González salen mucho. Pues bien, habría que volver a ellas y aplicarlas sobre el cuerpo artrítico de nuestras entretelas administrativas, doloridas y con las agujetas propias del trajín desordenado e inútil.

El hecho es que tenemos a mano esta modalidad de consuelo para nuestros males y nunca hemos reparado en él, nos perdemos por los anacolutos de los discursos. Menos mal que existen las “soserías” desde las que se pueden reivindicar tales prácticas y defender su incorporación a los programas para las próximas elecciones.

Así el partido A dirá: voy a donar siete órganos colegiados y la Junta Coordinadora de Edificios traslaticios. Además, de propina, meto la Subsecretaría que engloba las Gerencias territoriales hipocalóricas y los Consejos transfonterizos de cooperación.

Por su parte, el partido B, más lanzadillo, haría una oferta de mayores ínfulas: doce Comisiones asesoras, entre ellas la de Infraestructura de apoyo, el Subregistro de sistemas, un centenar de Consejos consultivos, la Comisión interministerial del Catastro (con exclusión del de Ensenada), doce Agencias, ocho entidades públicas empresariales y la División de Prospectiva y Mirada al horizonte.

Los Gabinetes formarían un paquete sólido y compacto. Todos donados.

En las Universidades el festín sería de época: los vicerrectorados, los secretariados de vicerrectorados, las gerencias, las subgerencias y las viceintervenciones, los subjefes de departamento y los vicesecretarios de vicedecanos con los vicedecanos incluidos. Y lo mismo la Comisión de gobierno y el Patronato de Momios y Momias.

Poco a poco, pero con determinación, se va descargando el panorama. El problema está, y no lo ignoro, en el donatario. ¿Quién puede querer semejante morralla? Podrían emplearse las técnicas de destrucción de residuos: vertederos, plantas incineradoras, compostaje, pirólisis ... Pero, si las empresas de basuras se resisten alegando que se manchan, se impone acudir a la lista de nuevos países integrados en el (des)concierto internacional de la ONU e ir colocándoles con buenas maneras toda esta mercancía averiada. Sé que es dura semejante estafa pero podemos aliviar nuestra conciencia ofreciéndoles al tiempo dinero y un Observatorio de fines benéficos y humanitarios.

jueves, 24 de junio de 2010

La gobernanza, esa adivinanza

(Ayer me publicó el periódico El Mundo esta Tribuna).


Quienes nos empeñamos en acumular trienios recordamos cómo a finales de los años 80 se puso de moda en España la nueva gestión pública -a la que los iniciados llamaban new public management-. En tal sentido, son significativas las publicaciones que se promovieron desde el Ministerio para las Administraciones Públicas a principios de los 90. En sus títulos se repiten expresiones que hacían furor -cierto que entre personas de dudoso gusto estético- como «clima organizacional», «decisiones multicriterio», «eficiencia», «modernización», «gestión de calidad», etcétera.

De estos esfuerzos bibliográficos no ha quedado felizmente nada, si exceptuamos cuatro cursiladas. Cuando de tales frutos ya no hubo más jugo que exprimir y una inmensa sensación de vacío se empezaba a apoderar de aquellos espíritus innovadores, surgió de forma redentora la nueva pócima mirífica: la gobernanza.

El curioso que pretenda acercarse a este concepto de gobernanza, lo primero que hace es abrir el Diccionario de la Real Academia y allí se informa de que «es el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». Se advertirá fácilmente que todo esto no es sino lo que han pretendido los gobiernos de todas las épocas, por lo que el esfuerzo que los señores académicos han realizado para describir la gobernanza tiene el aire de ser, en cierta manera, el parto de los montes.

Si nos vamos a los trabajos científicos publicados, nos encontramos con que la gobernanza se define como «la conversión de la pluralidad de los intereses sociales en una acción unitaria alcanzando las expectativas de los actores sociales» (A. Cerrillo). Y, a partir de ahí, se incorporan al debate muchas expresiones pintorescas como «interacción multinivel» (Fritz Scharpf), «interorganizacional», el aprendizaje «por prueba y error» (J. Prats) y otras del mismo tenor. La misma Comisión Europea en su Libro Blanco de 2001 la define diciendo que «designa las normas, procesos y comportamientos que influyen en el ejercicio de los poderes a nivel europeo, especialmente desde el punto de vista de la apertura, la participación, la responsabilidad, la eficacia y la coherencia».

Ahora bien, lo mismo que acabo de señalar respecto del esfuerzo llevado a cabo por la Academia, podemos repetir respecto de este Libro blanco, pues establecer las normas y procesos para garantizar la participación, la responsabilidad o la eficacia es lo que han pretendido todos los sistemas políticos y los gobernantes que en el mundo han sido y no se les ha ocurrido jamás invocar la gobernanza para el ejercicio de su mando.

Dispuestos a seguir indagando en el invento, procede avanzar más para tratar de ver al trasluz este concepto. Clave para su comprensión es la idea de red, de red de políticas públicas. El punto de partida es el siguiente: hasta ahora el Gobierno era el órgano encargado de dirigir la política. Así ha ocurrido al menos desde que se transformó el Estado a partir de la revolución liberal. Sin embargo, hoy en día, con una sociedad tan compleja, con tantos actores que forman la convivencia en una enrevesada malla social, esa concepción ya no puede ser mantenida. Por ello, se impone aceptar que la política es definida por sujetos variados, públicos y privados, entre los cuales se cuenta al Gobierno como un participante más: forma parte del coro pero no es el tenor. Con la gobernanza se rompería el monopolio de la definición de los intereses generales, tradicionalmente confiado al Estado convertido ahora en simple «gestor de interdependencias» (J. Prats).

Es en este momento cuando a algunos nos asaltan las dudas. Cierto es que en el mundo actual han sufrido una dura erosión las ideas sobre el poder para establecer el derecho y para definir las normas jurídicas. Esta quiebra afecta a asuntos muy de fondo: al concepto de la ley, al poder del Parlamento, a los procesos en suma de adopción de decisiones con relevancia pública. Es mérito de la gobernanza haber puesto de manifiesto las carencias de un sistema -el democrático- que exige una meditación rigurosa y, probablemente al cabo, la puesta en pie de nuevos mecanismos representativos que refuercen la identificación de los ciudadanos con el marco donde se relacionan con sus semejantes. Ahora bien, no parece que sea la gobernanza, con su lenguaje de estrambótica complejidad, sus lagunas clamorosas y sus peligrosas conclusiones, el camino adecuado.

Pues en el fondo lo que se discute es, como siempre en la política, la identificación del titular de las decisiones que pretenden conformar la realidad social y establecer los cauces por los que se ha de desarrollar la vida de los ciudadanos como garantía de la libertad de todos. La respuesta tradicional ha sido la voluntad reflejada en los parlamentos y en los gobiernos. Ahora, se nos dice, hay más protagonistas en la arena social que demandan su participación en los procesos de adopción de normas o acuerdos que les afectan pues proliferan las corporaciones, los grupos de intereses, las grandes empresas, las redes transnacionales, etcétera. A esta realidad -innegable- es preciso oponer una observación inicial: todo eso, corporaciones, empresas, grupos de presión, han existido siempre y son localizables desde que existe el Estado: ¿o es que no existían cuando se hicieron en el siglo XIX las leyes de minas, las de ferrocarriles o las de bancos? ¿Es que esa sociedad que ahora se llama civil es un invento de nuestros días? No lo parece; de hecho ha sido tradicionalmente denominada pueblo, nación, sociedad burguesa, etcétera.

Justamente es en medio de esta andadura cuando nuestros antepasados encontraron al Estado y su instrumento más poderoso, el Gobierno, inventos a los que se confía la defensa de valores comunes y medios para intentar estrangular a un tiempo los intereses egoístas de los grupos y las redes de clientelismo a ellos anudados.

De ahí que proceda denunciar la palabrería embaucadora y atosigante de los teóricos de la gobernanza. Pues lo que más sorprende de los escritos a ella dedicados, aparte su extravagante lenguaje y su desembarazada sintaxis, es que intentan establecer unos nuevos modos de gestión de los intereses colectivos ignorando los problemas más manifiestos de nuestros sistemas democráticos, en especial, y por lo que a nosotros afecta, del español.

Mucha «red» y mucha «transparencia», mucha «poliarquía deliberativa», pero señalar con el dedo lo más visible de nuestra realidad, a saber, una democracia envilecida por unos partidos políticos que no pagan sus deudas a los bancos y han degenerado el sistema hasta llevarlo a intolerables prácticas de corrupción, esto parece que no está en la agenda de nuestros expertos en gobernanza.

Por ello, a mi entender, ésta no añade nada a una meditación seria sobre una nueva manera de gobernar. Toma nota, eso sí, de la forma en que se desarrollan hoy las negociaciones y acuerdos que se traban para adoptar las decisiones colectivas. Pero de ahí, de levantar acta de un estado de cosas, a erigir una doctrina correctora, hay un salto para el que la gobernanza carece de la pértiga adecuada.

Puede decirse que la gobernanza acampa en el espacio que han dejado vacío las ideologías y como muchos de quienes encarnan el poder público no tienen una idea clara de qué hacer con sus instrumentos, por carecer de una formación adecuada y por carecer asimismo de ideología, es fácil que se dejen acunar por la voz de falsete de quienes gustan de estos abominables neologismos.

La conclusión es: más Gobierno con ideas claras y menos meliflua gobernanza. Es decir, se impone caminar justo en la dirección contraria para recuperar el honor del Estado y de la Política con mayúscula y de las ideas que han de estimularla y dignificarla. Dicho de otra forma, se trata de reivindicar ideales que conformen un ideario y tejan una ideología.

Desnudada la gobernanza, cabe concluir que no queda sino una adivinanza que esconde en su seno una trampa enormemente reaccionaria.

lunes, 21 de junio de 2010

Saramago

Este artículo reproduce de forma resumida la presentación que hice de José Saramago en Oviedo con ocasión de una conferencia en diciembre de 1995.


Se comprenderá que el encargo de presentar a José Saramago es sumamente fácil de cumplir porque estamos ante la pluma refinada, una pluma que, además, tiene algo de abrumadora, una especie de arma con la que apunta, dispara y hace blanco hiriendo solo lo justo, de una forma caballeresca y distinguida, como gran señor del duelo; es, además, la imaginación, que en él se manifiesta abundante, como el Tajo en ejarbe de su infancia; también la ironía, demoledora, porque la usa como herramienta para desmontar las piedras huecas del edificio social; en fin, Saramago parece un delincuente avezado que hubiera raptado, en alguna noche de luces fantasmales, la palabra y los grandes sentimientos de Europa y, garduño, se los hubiera llevado a su casa, o quizás es que cultiva la planta de las ideas que riega con los líquidos de su mirada buida, distante y sabia... Una cosa tengo por cierta: Saramago ha abierto un gran balcón, un balcón cuajado de luces y de aires limpios, y allí ha sacado a la literatura a solearse y a ventilarse.
Estoy un poco abrumado por su presencia. Y es que siento hacia los hombres de letras portugueses una devoción antigua, como la que profesaría una vieja beata y gazmoña. Y es que hace muchos años mi padre me regaló un ejemplar manoseado de "Los Maias", la gran obra de Eça de Queiroz, que a su vez, él recibiera de mi abuelo, imagino que con la emoción y aun el temblor respetuoso de quien entrega un objeto sagrado. Me leí, claro es, "Los Maias" y ya, ganado por el autor, me engolfé en el resto de su obra, en "El crimen del padre Amaro", en "La reliquia", en "La ilustre casa de los Ramires", el "El primo Basilio", en esa filigrana de pequeña gran narración que es "El mandarín" ... Quise saber quién era Eça de Queiroz, y, cuando lo supe, aspiré a hacerme diplomático como él, llevar monóculo como él y escribir desde un atril como él. Felizmente estas chifladuras pasan pronto, pero lo que no ha pasado ha sido mi admiración por ese gran sujeto que ya en vida debió de andar preñado de inmortalidad.

Y de Eça pasé a su amigo Ramalho Ortigao y a ese prodigio de humor que eran "As Farpas" ("Las banderillas"), un despiadado retablo de costumbres y tipos sociales que ha inspirado el mejor periodismo posterior, el más ácido y el menos complaciente. Y fueron precisamente ellos quienes me proporcionaron la pértiga con la que pude saltar a la orilla, a menudo bravía, de Castelo Branco y de Antero de Quental, los suicidas más estéticos que ha dado Portugal. Luego, he seguido, como buenamente he podido, pues no es fácil, a los escritores portugueses de este siglo, no en balde es el mismo Saramago quien pone en boca de uno de sus personajes en "La balsa de piedra" la atinada observación de que "aquí, en España, no existe interés por la literatura portuguesa". Piénsese que Pessoa se ha puesto de modo recientemente entre nosotros y tal parecía que fuera un caballero que aún paseara su esplín por la Baixa. Por ello he disfrutado de algunos como José Regio, autor de esa gran saga que es "La vieja casa"; Raúl Brandao; Miguel Torga, seudónimo de Correia da Rocha (el seudónimo, ya se sabe, es recurso de los bandoleros y forajidos y el escritor tiene mucho de ambas condiciones, de emboscado, de asaltante de la caravana donde viaja la gran tramoya social) de Torga recuerdo la "Antología" de sus versos, que debió de aparecer en España en años de mucha dictadura; Agustina Bessa Luis y poco más.

Por eso, a mí me alegra mucho que la fuerte personalidad de Saramago haya logrado sortear las mugas de indiferencia que separan los territorios de las lenguas peninsulares. Y que su prosa circule sin dificultades entre los aficionados españoles a esta fecunda pérdida de tiempo que es la literatura. Él es ya un patrimonio de todos nosotros y el hecho de que ahora viva en tierras españolas, nos lleva a creerlo ya definitivamente nuestro, cuando Saramago no es de nadie porque, como todo escritor vivaz, está dispuesto siempre a la infidelidad, a escapar tras una fábula, a correr como una liebre por los campos del espíritu tras una historia o una leyenda, chasqueándonos, dejándonos a sus admiradores, como vulgarmente se dice, con un palmo de narices.

¿Necesita un público culto como el aquí presente que yo rece ahora el gran rosario de las novelas de Saramago? Tengo para mí que en absoluto. Y, sin embargo, permítaseme que pase algunas, pocas, de sus cuentas siquiera sea para comprobar cuán gozosos son sus misterios.

"Alzado del suelo" es una especie de operación a corazón abierto, de gran intervención quirúrgica hecha al problema de la tierra en el Alentejo. "Memorial del convento" es de una lapidaria ironía, su obra, a mi juicio, más divertida. En "El año de la muerte de Ricardo Reis" salen buenos retazos de la situación política española y de la sublevación militar del 36. "Historia del cerco de Lisboa" es una estupenda fabulación que tiene como referencia el sitio de Lisboa de 1147. "El Evangelio según Jesucristo", acaso sea su libro más bello, por él hubo de exiliarse de Portugal. "La balsa de piedra" es una fantasía sobre una falla que se produce en los Pirineos que rompe la conexión de la Península Ibérica con el resto de Europa.

Podríamos seguir con el resto de su prosa, con su poesía ("Los poemas imposibles", por ejemplo). Pero basta. ¿Es extraño que estemos ante uno de los más firmes candidatos al Premio Nobel? Esperemos que Saramago no se deje atropellar por tan lisonjero porvenir y siga con su pluma embistiendo a la vida y zarandeándola cuando proceda.

(diciembre 1995).

miércoles, 16 de junio de 2010

La web privada

Hoy día quien quiera ser una persona de cierta entidad y un mínimo prestigio social lo primero que debe agenciarse es una página "web" en Internet. Yo no sé, como es natural, en qué consiste tal alarde de modernidad pero sí he podido oír en varias ocasiones que mi interlocutor me remitía para más detalles "a su página web". Es decir, que la tarjeta de visita está a punto de integrarse en las vitrinas de los museos de objetos peregrinos, de las rarezas usadas por los antiguos. En breve todo el mundo podrá confiar su condición de agente de seguros o de dentista, no a la intimidad de la media docena de conocidos, que es a quienes en rigor importa, sino al eco indefinido y al rumor inasible de ese espacio fantasmal que es Internet.

Y es que los signos de la autoridad y del lustre van cambiando al compás de los tiempos. Así, en los siglos pasados, quien quisiera hacerse notar la primera disposición que tomaba era instalar una capilla privada en su palacio para poder confiar la misa y la administración de los sacramentos a un cura de confianza que le decía en las homilías justamente aquello que quería oír y así se ahorraba lamentables e inconvenientes sobresaltos. Hoy, cuando un señorón quiere apabullar a un pobre diablo lo primero que le suelta es que tiene piscina privada. Es decir que la piscina ha venido a sustituir a la capilla, lo cual da una idea bien cabal del declive de nuestro estado moral. Hasta las playas se anuncian a veces como playas privadas siendo así que las playas son públicas porque así lo exige la naturaleza de las cosas, porque el horizonte, incendiado o tenebroso, o las olas, huidizas en su burlona constancia, o las puestas de sol, que son el mutis de la puesta en escena del astro teatral, todos estos acontecimientos no se pueden concebir sino contemplados por una platea nutrida de espectadores. Pues, con todo, varias leyes han debido aprobarse para impedir que los hombres se apropien privadamente de las playas.

Los escritores que hoy más admiramos no paraban hasta conseguir tener su tertulia privada. No les bastaba con acudir a la que se formara en el café, necesitaban disponer de la suya propia, con acta de notoriedad extendida por el notario de guardia, así Valle-Inclán o Ramón Gómez de la Serna o Rafael Cansinos-Asséns que fundaba tertulias con perseverante constancia o don Pío Baroja que la tenía en su casa porque era misántropo y hasta don Manuel Azaña que es quien acaba traicionando la idea porque no paró hasta que llevó su propia tertulia al hemiciclo del Congreso de los Diputados. Pero don Manuel fue por ello una excepción. Tertulia privada y propia era así el signo del sacramento de la confirmación en la gloria literaria.

Se ve por tanto cómo siempre la seña de distinción de los humanos va derechamente en busca de lo privado pues que la Historia es poco más que una sucesión de acontecimientos destinados a fabricar seres cada vez más egoistas e insolidarios. Supongo que antes, en la edad de piedra, lo importante sería tener piedra propia, como en la edad del hierro, hierro propio y así sucesivamente. La monogamia tiene mucho que ver con esta manía de la Humanidad de agenciarse pertenencias para inscribirlas a su nombre exclusivo en el Registro de la Propiedad.

Pues bien, Internet, que nace como el anchuroso lugar donde todos tenemos cobijo, donde es fácil pasear y saludarnos y charlarnos los unos a los otros como en las antiguas calles mayores de las capitales de provincia, también ha caído en la fabricación de los fetiches privados, del "web" particular e intransferible. Ahora ya se enseña la página "web" como si fuera la casa propia y hasta he leído que se "visita" la "web" de una familia. Esto tiene su gracia porque permite que las visitas no se hagan con el acompañamiento de la taza de café de toda la vida y el aburrimiento de toda la vida, sino de una manera virtual, es decir, a través de las inmateriales páginas "web" de Internet. Se recordará que en "Maribel y la extraña familia", Mihura saca una visita "de pago", es decir, una visita falsa, a la que se abona una cantidad para que visite y dé a la familia visitada un poco de conversación. Con las familias distinguidas que tengan su propio "web" en Internet esto es ahora bien fácil y eso que se ahorrarán en molestias e impertinencias.

No lo dude, lector: distíngase, hágase de un "web" privado y allá penas.

viernes, 11 de junio de 2010

Arcoiris


El arcoiris es una especie de paleta que sirve para que podamos reconstruir los colores que la lluvia ha diluido.

martes, 8 de junio de 2010

Tormenta


Una tormenta es un concierto desafinado.

miércoles, 2 de junio de 2010

Internet


Internet es el nuevo mar donde el náufrago de nuestros días deja la botella con el licor de su esperanza.