lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidades: un gran invento

Las Navidades son la más creadora invención del ser humano. Ningún acontecimiento del año puede compararse, en originalidad, con la celebración que los humanos hacemos, a los dos mil años, del nacimiento del niño Dios.

Cuando se conmemora una batalla importante o el fin de una guerra victoriosa, de esas en la que el hombre se ha distinguido por su piedad con sus semejantes, se organiza un gran desfile militar, en el que participan unos legionarios tatuados precedidos de una cabra, una banda de música toca enaltecedores pasodobles, se lucen mantillas en las tribunas y a un cura castrense se le deja decir una misa por los caídos que siguen con fervor los que aún están en pie.

Si se quiere recordar el nacimiento de Kant o de cualquier otro pensador terrible, un grupo de sus entusiastas, habitualmente destacados intelectuales que viven de lo que aquel hombre dejó escrito, prepara un congreso en el que se pronuncian conferencias destinadas a analizar tal o cual fragmento de la obra del sabio celebrado y llorado, normalmente financiadas por la Caja de Ahorros, con lo que el lloro resulta menos compungido y más llevadero.

Véase cómo en ambos ejemplos, existe una relación identificable entre aquello que se conmemora y los fastos de la conmemoración.

En las Navidades, no. Porque dígaseme ¿qué relación existe entre el nacimiento del niño Jesús allá en Belén con regalar una pitillera a un pariente próximo? Y el hecho de afanarse medio kilogramo de polvorones ¿tiene alguna conexión, siquiera sea remota, con la venida al mundo del Salvador? Pues qué, rellenar un pobre pavo de castañas, ponerlo al horno y comerlo después con voracidad, en compañía de algunos parientes importunos ¿puede decirse que recuerde en algo aquel humilde y remoto parto? Comprarse una bufanda, jugar a la lotería para atraer al único gordo con prestigio en la sociedad, ir a esquiar a los Alpes, tomar las uvas en un hotel en la poética proximidad del jefe de una entidad bancaria, ¿puede relacionarse con los llantos de un recién nacido y los afanes de una madre sin el consuelo del dodotis?

No. Ni la más fecunda imaginación puede asociarlos. Por eso decía que las navidades son el fruto de la más creadora imaginación del ser humano. Y el definitivo triunfo del Corte Inglés.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Aventuras baratas

Las agencias de viajes hacen su agosto en diciembre gracias a este afán de aventuras a plazos que vivimos los españoles: vamos de aquí para allá, sin mucho orden ni concierto, por el solo gusto de movernos, una suerte de inquietud motora nos invade que no conoce fechas de reposo. Y lo último consiste en visitar países exóticos de continentes lueñes a los que el visitante debe ir pertrechado de un arsenal de vacunas y pócimas para hacer frente a males insólitos, propios de lugares que dan cobijo a mosquitos aviesos y consumen productos no uperizados y, lo que es peor, sin isoflavonas.

Ganas de perder el tiempo. Para aventuras, aventuras de verdad, de esas que dejan secuelas y dan para muchas conversaciones, las que se viven en cualquiera de nuestras ciudades. Solo salir a comprar el pan o dar un modesto paseo para atraparle al sol gramos de su benigna influencia, nos pueden proporcionar una experiencia indeleble. Por ejemplo, sufrir una caída. ¿Ocasiones para la desgracia? Variadas, todas emocionantes.

Está -en la coyuntura invernal- el hielo. Esta traición del agua se forma tras las nevadas, por lo que, cuando se producen, es conveniente calzarse los pies de plomo y andar con miramientos. Este año todavía no ha nevado pero, para suplir tal deficiencia, ahí están los limpiadores municipales que dejan agua en las inmediaciones de las bocas de riego o en las aceras. Un fenómeno de la física que entendemos hasta los de derecho, nos dice que tal charco o película de agua propende a convertirse en hielo, no bien pasan unos minutos. Ya solo falta la viejecita que sale de misa confiada y sacramentada. En cuanto aparezca, caerá en la trampa tendida por el irresponsable limpiador, y en el hospital le será diagnosticada una rotura de cadera. Nada relevante.

Sin consideración al paso de las estaciones, se pueden contabilizar otros momentos emocionantes. Por ejemplo, las baldosas bailables. Estas, las baldosas, tuvieron en el pasado vocación de inmovilidad, pero hoy conviven las baldosas tranquilas con las que padecen el baile de san Vito. Se agitan retozonas y traviesas, constituyendo ocasión propicia para que el viandante pierda el equilibrio. Total, tantas cosas se pierden a lo largo de la vida, la virginidad, los ahorros, la decencia y el sano temor a dios, que perder el equilibrio no es nada del otro mundo. Ahora bien, tiene una consecuencia molesta: el perdedor cae al suelo y de ahí surgen males como en racimo: una muñeca dislocada, un codo que deja de cumplir su función a la hora de beber en la bota, un pie que se niega a avanzar de forma ordenada y así sucesivamente. Responsable: el contratista que puso la baldosa. Pero este se llamará andanas, ya ha cobrado y que le registren, para eso está el Ayuntamiento que, con el dinero de los contribuyentes, hará frente a las indemnizaciones.

Ítem más: esos adorables viandantes, entrañables con los animales, que sacan a mear al perro. Antes, iban cogidos por una cadena poco complaciente, ahora van conducidos por una correa juguetona, que se extiende y se acorta, para permitir al animal movilidad y hacer cabriolas mil. Ay de quien no advierta semejante artilugio y quede enredado en una de esas correas extensibles. Al suelo irá y, como consuelo, recibirá -en el mejor de los casos- las disculpas del insensato propietario que ha provocado el accidente. O un bufido por no ir atento al juego.

En fin, están los adorables niños que circulan en patines a toda velocidad por las aceras, arrollando lo que a su paso encuentran. Nadie les dice nada, benditas criaturitas que en algún sitio tendrán que desahogar sus ímpetus aún intactos.

En tales condiciones, quien vuelve a casa con su esqueleto indemne ha vivido un milagro. ¿A qué ir a un safari a África? Emociones de verdad en nuestras calles, las demás son artificios caros.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Nubes en guerra

Lo de las nubes, asunto que fue tratado con el rigor habitual ya en otra Sosería, sigue dando que hablar y no solo en la información meteorológica donde, como es lógico, son invitadas habituales.
Habíamos quedado -recuerdo al lector- en que la nube es ese espacio enigmático donde se almacenan cartas, películas o vídeos y documentos de todo tipo, incluso esa novela a la que todos andamos siempre dando vueltas pero que no acaba de salirnos, escritos como están ya los Episodios nacionales y el Quijote. Menos las grasas que acumulamos y la mala leche todo acabará en la nube, regazo de todos los regazos y puerto de acogida de nuestras intimidades, manías y desvaríos. El disco duro y la unidad DVD pasarán a formar parte de los cachivaches del desván junto a los sombreros de la abuela y la máquina Singer.
Aparentemente el uso de la nube es simple y todo consistiría en darle a un botón y mandarle nuestros mensajes para que ella vele por su integridad y los mime. Pero las cosas se complican, y no porque un potente anticiclón disuelva las nubes y se lleve a un limbo ignoto nuestros envíos, sino porque ahora resulta que cada país quiere tener su propia nube por razones defensivas y de seguridad. El presidente de la República francesa lo ha dicho de una forma que está a medio camino entre la amenaza diplomática y el desafío chulesco: “crearé mi propio sistema de nube en Internet” y ha adelantado un montón de millones de euros para tal fin.
¿Nos damos cuenta del vuelco que estamos viviendo? Durante siglos la defensa de nuestro patrimonio ha estado confiada a las murallas de la ciudad y, después, a los tanques y los buques de guerra. Los gobernantes se esforzaban en comprarlos y tenerlos limpios y lustrosos para cumplir su misión de forma aseada. En ello radicaba la soberanía que, desde Bodino para acá, asegura la seriedad de los Estados, es decir, que nadie se los tome por el pito de un sereno (otras antiguallas por cierto: el sereno y el pito). “¿Cuántos carros de combate tiene el Papa?” dicen que preguntó un gobernante sobrado y soberbio para mofarse de las opiniones del Santo Padre de Roma, sabedor de que carecía de ellos y solo disponía de sus mustios sermones.
Antes, para declarar una guerra había que invadir Polonia o asesinar al príncipe heredero en Sarajevo, a ser posible con su esposa. Ahora, los más terribles conflictos podrán estallar porque Inglaterra ha invadido la nube de Suecia o viceversa. Se enviarán aviones de combate para que abran fuego contra las nubes y las crónicas nos dirán que se ha derribado tal “cirro” o tal “cúmulo” o “la toma de tal nimbo ha dado gran moral a nuestras tropas”.
Todo un sistema complicadísimo de acecho se pondrá en marcha y tendrá por objeto espiar la nube del vecino y tomar nota de lo que almacena para usarla en la batalla por la hegemonía en el cielo do las nubes moran. ¿Quién se lo iba a decir a estas? Toda la eternidad se han esforzado tan solo en componer inofensivos decorados, a lo sumo mandaban una tormenta pero era solo para que un pintor, pongamos el riosellano Darío de Regoyos, la sacara en un cuadro.
Tan inocentes han sido que estos días se ha recordado el oficio al que le hubiera gustado dedicarse a Ramón Gómez de la Serna, precisamente el de “inspector de nubes”, seleccionado por el imaginativo escritor como símbolo del trabajo inútil, de un ocio tibio parecido al de quien se contenta con buscar violetas.
¡Ahora querría ver yo a Ramón inspeccionando las nuevas nubes que asoman por el horizonte preñadas de delicados secretos! Esas nubes como piñatas que, en vez de caramelos, arrojan sobre nuestras cabezas un manantial de datos encriptados, de códigos html, de bits, de dígitos infames. ¿Tendremos que volver a la mili a aprender a despanzurrar nubes? Si así fuera ¡cuán grande es el retroceso lírico que padecemos!

domingo, 4 de diciembre de 2011

El amor en un espacio protegido


Se extiende, entre los urbanistas más comprometidos, la moda de debatir acerca de la creación en las ciudades de espacios específicos para que las parejas se hagan mimos, prodiguen sus caricias o se dirijan miradas tiernas con las que derretir la dureza urbana y convertirlo todo a su alrededor en una aurora asombrada.

Como siempre, son especialistas americanos y japoneses los que andan enredados en estos asuntos: se trata de personas animosas que escriben libros y, sobre todo, organizan encuentros y seminarios para agitarse mucho, viajar de una punta a otra del mundo, patear aeropuertos con cara de muchas prisas y celebrar por aquí y por allá un “briefing” o un “meeting” que son las formas más depuradas que ha encontrado el hombre moderno para perder el tiempo.

Hay ya experiencias de este tipo en ciudades americanas y japonesas de las que están muy orgullosos sus alcaldes. Sin embargo, aquí en España, sin tanta alharaca, yo he visto en una ciudad gallega cómo en sus aguas termales y a la vista del público una joven pareja se entregaba a la práctica del coito con el brío y el júbilo que son propios de tal trance. Y sin haber necesitado recabar el auxilio técnico de japonés alguno (ni el alcalde de la ciudad ni mucho menos la pareja del disfrute).

Lo que quiero decir es que alguien me tiene que explicar para qué demonios sirven unos espacios singulares y acotados para la expansión amorosa o para el mimo y la caricia callejera. Porque es bien cierto que cualquiera lo es cuando hablamos de personas que se hallan urgidas por unos deseos que empujan para convertirse en llamas venturosas.

Así, por ejemplo, los árboles de un parque cualquiera ¿para qué están y para qué alzan hacia el cielo las copas de su envergadura arbórea si no es para cobijar los apetitos de una pareja? Los bancos que escoltan sus paseos y veredas ¿qué son sino regazo para ese sacudimiento incomparable que es el arrumaco? Y los lagos que acogen cisnes blancos como la eternidad blanca ¿qué son sino espejos para reflejar unos besos de ojos cerrados, envueltos en esos silencios que son como un poblado vacío y habitado tan solo por los misterios?

¿Alguien concibe que las grandes plazas de las ciudades tengan otro destino que el ver llegar a ellas a unos enamorados, sus manos entrelazadas, todos los sentimientos exaltados y saltando anárquicos en sus venas? ¿Para qué están San Marcos en Venecia o Am Graben en Viena si no es para recibir con sus mejores luces, ceñidas sus galas, a un par de víctimas gozosas del amor y de sus adorables trampas?

Y lo mismo podemos decir de cualquier calleja, de cualquier esquina por vulgar que pueda parecer cuando se contemplan con ojos rutinarios y oficinescos pero que se convierten en lugares mágicos cuando son disfrutados por quienes se regalan las complacencias de sus halagos.

Es superfluo pues crear espacios singulares para el amor y sus derivados por la sencilla razón de que estos desconocen las fronteras de la misma manera que los pajarillos ignoran si vuelan o no sobre un parque nacional o protegido. Para ellos todo está protegido como para la pareja todo es albórbola y olor a flor aunque acabe siendo, ay, flor baudeleriana.

No es pues raro que el amor desconozca el espacio porque lo cierto es que también desconoce el tiempo. Por eso los mejores enamoramientos se producen los días ajetreados que no tenemos tiempo para nada. Excepto para enamorarnos.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Desgracias de nuestro idioma

Estos tiempos duros acortan las palabras como en un intento de ahorrar esfuerzos para concentrarlos en otros afanes y así se ha puesto de moda desear “buenfinde” para referirse al recreo del sábado y el domingo o “me voy de vacas” que dice quien se marcha a pasar unos días a la costa o a la montaña para alejarse del ambiente miasmático de la oficina.

Dijérase que el hablante se hace perezoso y proyecta esta disposición de ánimo sobre el pobre lenguaje que carece de defensas adecuadas porque tampoco la Real Academia se las presta. Ya veremos lo que tarda la Docta Casa en admitir lo de las “vacas” y el “finde” como está a punto de admitir esa cursilada del “jet lag” para referirse a las molestias que producen los cambios horarios cuando se cubren grandes distancias en avión.

Pero donde es preciso echar un cable de ayuda al idioma es en el ámbito de la economía. Ahora que se habla tanto del “rescate” de este o de aquél país, es urgente rescatar al español de las garras de esos economistas a la violeta que, por haber leído un par de libros en inglés y asistido a un cursillo de un “finde” en Wisconsin, se creen con título suficiente para patear y desgraciar el idioma de la madre que los parió y de la leche que mamaron. Obsérvese, como ejemplo, la circulación actual de la palabra “apalancamiento” para referirse al hecho de especular contrayendo deudas. Ha bastado que algún economista desfachatado -con buen acceso a los medios de comunicación- la utilizara un par de veces para que el papanatismo ignaro la emplee con ese desparpajo que gasta quien se pierde por aparentar y por “estar en el ajo” de las jergas esotéricas. ¡Ah, si dispusiéramos de una palanca para levantar a esos bodoques del asiento de sus ignorancias!

¿Cómo no va a andar desasosegada la ciudadanía que padece los estragos de la crisis? Imaginemos a un parado que, deseoso de comprender la injusticia que padece, pretende adentrarse en el jeroglífico de la situación económica y para ello acude a un periódico serio y de su confianza. Y allí se encuentra con un artículo sesudo firmado por un especialista al que pondremos su nombre en inglés y le llamaremos “William of the pasture”. Este hombre le explicará que “el apalancamiento se hace creando uno o varios vehículos SPV que emiten obligaciones de deuda colateralizadas (CDO) en las que pueden vender sus tramos senior y mezzanine, con menor riesgo, ... mientras que el EFSF se queda con el tramo equity ...”. Y más adelante le informa que se necesita “una hoja de ruta de reforma de la gobernanza” y que los bancos tendrán que alcanzar “un 9% de core tier one (CT1) a finales de junio” de tal suerte que pueda calcularse el capital buffer.

La Autoridad bancaria europea no puede ser designada con este nombre por el aplicado alumno de Wisconsin sino que es la “European Banking Authority” encargada de alertarnos sobre los riesgos sistémicos y otras calamidades ambientales presentes y por descubrir.

Con estas aclaraciones, la desesperanza de nuestro parado alcanzará a buen seguro un grado colosal porque unirá a lo aflictivo de su estado la conciencia cierta de ser un ignorante irrecuperable al que no le queda más salida que el suicidio. Pero no el suicidio aquél de los románticos, que se suicidaban porque una Purita les había hecho cuatro mohines, sino un suicidio con todas las alarmas dentro del desengaño definitivo y concluyente. Un suicidio crispado y de venas exhaustas.

Ante este descalabro colectivo en el que vivimos necesitamos luz, que alguien haga señales para que se vea el desamparo de tantos. Y surge la plegaria: ¿cuándo, Señor, vendrá un Padre Isla para desenmascarar a todos estos bocazas?

viernes, 11 de noviembre de 2011

Política y prácticas comerciales

En los estudios que nos presentan esos arúspices modernos que son los sociólogos se pone de manifiesto cómo la distancia entre la ciudadanía y los políticos se ensancha cual cintura descuidada y se ahonda como una cicatriz irreversible. Al paso que llevamos en la degradación de nuestra democracia, muchos políticos se convertirán pronto en pastores de silencios. Simples estatuas desgarbadas. Y además desairadas pues que muy pocos atenderán sus sermones.

El pueblo español es, con todo, fiel al sistema democrático pero lo cierto es que este sufre un serio desgaste a los ojos de una gran parte de la ciudadanía. Prueba de ello son los movimientos que, tanto en redes sociales como en las plazas españolas, han irrumpido de forma inesperada en el escenario político.

Ahora bien, esta situación no es producto del azar ni de una conjunción desafortunada de fenómenos astrales sino el resultado de un esfuerzo sostenido y de un trabajo prolongado, aplicado por personas (in) competentes sin treguas ni desfallecimientos.

Ahí está para corroborarlo este catálogo de trapacerías, más abultado que el de las conquistas de don Juan recitado por Leporello en el libreto de Lorenzo da Ponte para Mozart: el extravío de la función constitucional de los partidos y la instauración de una partitocracia desapacible; el mensaje ambiguo de esos partidos, lo que les obliga a repetir eslóganes en la creencia de que sus destinatarios son unos mastuerzos; la conquista del Poder como medida de todas las cosas; una bochornosa financiación que les permite con total descaro no pagar sus deudas; la creación en las Administraciones -por el viejo sistema del botín- de un funcionariado adicto, propio de regímenes políticos ineficaces; la multiplicación de estructuras clientelares, aquí en el centro y allá en las periferias ... ¿Para qué seguir? La pregunta inquietante es ¿tiene todo esto arreglo?

Creemos que difícilmente y una prueba de ello es que se ha modificado la legislación electoral y, fuera de apretar las tuercas al mundo de los terroristas, lo que está muy bien, otros problemas serios y urgentes han quedado vírgenes. En ella se ha consagrado la empobrecedora hegemonía de unos pocos partidos que serán árbitros de todo lo que se mueva en la sociedad con la ayuda -siempre desinteresada- de esas fuerzas auxiliares que representan los nacionalistas, únicos que de verdad gustan a los que vienen ejerciendo la responsabilidad de gobernarnos.

Pero como no es bueno dejarse abatir, nos atrevemos a proponer un simple cambio de comportamiento y ningún momento mejor que este, cuando han aleteado por el cielo de este otoño embrujado las aves cantarinas de las elecciones, los mítines con trompetería, los repartos de globos y los apretones de manos a los vendedores de los mercados.

Consistiría en trasladar aquello que es habitual en las prácticas comerciales a la lucha política. Sabemos que cuando El Corte Inglés nos anuncia una de esas semanas de rebajas que duran varios meses, se limita a transmitirnos la bondad de sus ofertas sin que en ningún momento pueda descalificar a las que proceden de Mercadona o Carrefour. Tampoco a estas últimas se les ocurre desacreditar a su contrincante.

De esta forma se desenvuelve la vida en el seno de esa pelea que implica la búsqueda del cliente. Una pelea que está regida por varias normas, entre ellas la ley general de Publicidad y la de Competencia desleal.

De acuerdo con la primera se declara ilícita “la publicidad engañosa, la publicidad desleal y la publicidad agresiva” (artículo 3). Y es en la segunda donde se definen los actos contrarios a Derecho que parten de “todo comportamiento que resulte objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe” (artículo 4) precisando a continuación la ley las conductas engañosas, los actos que generan confusión, las prácticas agresivas, las denigratorias y, en general, aquello que pueda calificarse como desleal.

Así, son engañosos los actos que contienen una información falsa o pueden inducir a error, los que ocultan u omiten información necesaria o es poco clara, ininteligible o ambigua. Explicitamente ilegales son aquellas prácticas que emplean un lenguaje amenazador o insultante. Y también resultan desleales las que menoscaban el crédito de un empresario que no sean exactas, verdaderas o pertinentes.

Los tribunales ordinarios, encargados de hacer respetar estas previsiones, se pronuncian frecuentemente sobre conflictos suscitados entre empresarios. Se cuentan por cientos las sentencias en tal sentido y así, de su lectura, sabemos que algunas campañas publicitarias han sido prohibidas porque no cumplían los requisitos de una leal comparación entre productos o establecimientos. O que el anuncio “el nuevo corte se queda corto” se declaró ilegal porque constituía un juicio de valor “para desprestigiar la actividad comercial de la competidora, innecesario al fin de establecer una comparación útil o tolerable para el buen funcionamiento del sistema concurrencial” (sentencia del Tribunal Supremo de 26 de febrero de 2006). Por esas fechas, ese mismo Tribunal nos enseñó que “la propagación a sabiendas de falsas aserciones contra un rival con objeto de perjudicarle comercialmente ... producir el descrédito del competidor o de su producto, o la difusión de aseveraciones falsas en su perjuicio” son comportamientos desleales y, por ello, ilícitos porque “suponen un ataque a la reputación del tercero” (sentencia del Tribunal Supremo de 11 de julio de 2006).

Y en la más reciente del Juzgado mercantil número 1 de Madrid de 13 de septiembre de 2010 se puede leer que “tildar a un competidor de parásito, ladrón, estafador o inútil, constituye indudablemente un grave acto de denigración subsumible sin matiz alguno en [las previsiones] de la ley de Competencia desleal”. Porque, sigue diciendo el juez, no se puede convertir el mercado en un “zoco de improperios”.

Magnífica expresión esta que describe lo que, en la realidad de cualquier campaña electoral, se convierte el debate político: un zoco de improperios.

Claro es que los empresarios cuentan para su protección con unos jueces independientes que aplican sin más el Derecho. Esto muy defectuosamente ocurre en el ámbito político donde el protagonismo de la tutela jurídica de los contendientes está atribuida a un órgano como es la Junta Electoral Central, trufada de una manera insolente por los intereses partidarios y donde las leyes que más se aplican son la del embudo (“para mí lo ancho y para tí lo agudo”) o la de bronce del “hoy por tí, mañana por mí”.

Antes de las elecciones pasadas, esta Junta, verdadero hallazgo de la arquitectura electoral española, publicó unas Instrucciones para interpretar las ya restrictivas reglas de la legislación electoral. En ellas se llegó a obligar, incluso a las televisiones privadas, a seguir criterios de proporcionalidad en la información de las campañas electorales dependiendo del resultado de las elecciones anteriores. Añadiendo la perversión de “elecciones equivalentes”, para taponar cualquier orificio por el que se pudiera orear el sistema.

Es decir que, si la vigilancia de la práctica de las relaciones comerciales estuviera atribuida a la Junta Electoral central, sería casi imposible para el consumidor español conocer la existencia de un yogur nuevo.

Y así, cucharada a cucharada, la democracia española va camino de convertirse en un yogur caducado.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

martes, 8 de noviembre de 2011

¿Pueden las Comunidades Autónomas devolver competencias al Estado?

(Ayer día 7 de noviembre nos publicaron este artículo en el periódico El Mundo)


Produce una cierta satisfacción comprobar que aquello que algunos venimos escribiendo desde hace años acerca del rumbo errático de nuestro Estado de las Autonomías se empieza a convertir en lenguaje “políticamente correcto”. Así, por ejemplo, vemos cómo el candidato socialista advierte ahora que se ha roto la unidad de mercado, que existen duplicidades entre las Administraciones, que la gestión sanitaria o la educativa exige correcciones, que el despilfarro autonómico no hay Estado que lo resista, que el urbanismo descentralizado ha llevado al saqueo del paisaje ... Es decir todo aquello que sabemos quienes éramos tildados, desde las tribunas oficiales, de retrógrados sin remedio y lo hemos denunciado en libros y conferencias con abundancia de razonamientos y de verbigracias. Ya no se oye aquella cantinela según la cual el Estado autonómico funciona “razonablemente bien” que era la consigna propalada sin descanso por los altavoces de ese cansino “progresismo” tan fingido como vacuo.

En esta posición revisionista se aloja estos días la polémica acerca de la “devolución” de competencias al Estado por parte de algunas Comunidades autónomas. También en esto nos acabamos de caer del nido porque ha sido de ver hasta ahora la carrera desenfrenada que se había entablado entre los dirigentes de las Comunidades autónomas para acumular competencias sin pararse a pensar si venían o no a cuento o si era posible financiarlas y gestionarlas. Incluso existe circulando por algún Estatuto de autonomía una cláusula ideada por un político -hoy en desgracia- que reivindicaba para sí todo aquello que obtuviera su vecino. Una actitud cuyo tierno infantilismo -practicado por persona ya en sazón- admira y desarma a un tiempo.

Lo cierto es que caemos ahora en la cuenta de que devolver las competencias que esta o aquella Comunidad autónoma ostenta sería una solución para los desatinos y destrozos producidos. Adviértase que no es el Estado el que está demandando que se le devuelva “el rosario de mi madre” como cantaba María Dolores Pradera sino que son las mismas Administraciones autonómicas las que están dispuestas a remitir por correo certificado a Madrid la engorrosa encomienda de la que un día -alegre y de feliz inconsciencia- se hicieron cargo. Cosa distinta es la “recuperación” por el Estado de competencias en la cuenca del Guadalquivir por aplicación de una sentencia del Tribunal Constitucional (30/2011 de 16 de marzo).

Todo parece indicar que se nos ha roto el ánfora donde guardábamos las esencias de las bondades autonómicas.

El problema que se plantea es el de si la “devolución” en estos términos es posible según nuestro Ordenamiento constitucional.

Veamos. “Las competencias son irrenunciables e indisponibles por imperativo constitucional” ha repetido en varias ocasiones el Tribunal Constitucional (así, por ejemplo, entre las primeras sentencias, puede verse la número 26/1982, de 24 de mayo y, entre las últimas, la número 247/2007, de 12 de diciembre). Se trata, en efecto, de un principio obvio: las competencias atribuidas por la Constitución española y asumidas por las Comunidades autónomas en sus Estatutos de Autonomía deben ejercerse precisamente por ellas. Estamos ante un elemental cumplimiento de la distribución del poder que nos es propio y una consecuencia que podemos encajar en el principio jurídico de la responsabilidad pública y que desde antiguo obliga a todas las instituciones. Lo mismo ocurre en el ámbito judicial donde rige la regla “non liquet” que implica que “los jueces y tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan” (art. 1.7 Código civil). En el ámbito de la Administración pública, de igual modo, las leyes nos enseñan que las competencias son irrenunciables y deben ejercerse por el órgano que las tenga atribuidas como propias (artículo 12 de la Ley de Régimen jurídico y Procedimiento administrativo común). Conclusión: la Administración autonómica ha de ejercer las competencias que tiene encomendadas y para las que cuenta con los medios que ha concretado con la Administración estatal en los Reales Decretos de traspasos.

Por consiguiente, resulta imposible la devolución unilateral por una Comunidad autónoma de una competencia a la Administración estatal. Y si a la irresponsabilidad de dejación del ejercicio de competencias llegara alguna Comunidad autónoma, la Constitución prevé las consecuencias: el Gobierno de la Nación ha de requerir al Presidente autonómico para que observe la legalidad vigente y, ante la desatención del mismo y tras la aprobación por el Senado, puede adoptar las medidas necesarias para obligarle al cumplimiento forzoso de sus obligaciones (art. 155 CE).

Importa añadir, para cerrar el razonamiento, que tampoco es posible que una Administración autonómica suscriba con la Administración del Estado un “convenio” para la devolución de sus competencias. Ello también supondría un incumplimiento de la ley pues el Tribunal constitucional ha tenido oportunidad de declarar que un convenio “no puede servir para que el Estado recupere competencias en sectores de actividad descentralizados por completo ... ni tampoco es admisible, como se dijo en la STC 95/1986, fj 5º, que merced a dicho convenio, la Comunidad autónoma ‘haya podido renunciar a unas competencias que son indisponibles por imperativo constitucional y estatutario” (STC 13/1992, de 6 de febrero).

En consecuencia, será necesario, para alterar el esquema de distribución de competencias, acudir a otros mecanismos legales. Uno sería la aprobación de una ley de armonización prevista en el artículo 150.3 CE; otro, la reforma estatutaria.

Y menos mal, amable lector, que todo esto es así y que existen sólidos principios jurídicos que sirven para ahormar el ejercicio del poder por parte de los órganos que lo tienen constitucionalmente atribuido.

Pues no nos faltaba más que el retorno de funciones al Estado se hiciera de la manera fragmentaria, descabalada y a golpe de matutinas ocurrencias de los gobernantes de las Comunidades autónomas. Es decir que diéramos la vuelta al calcetín con el mismo desorden y el mismo atolondramiento con el que hemos estado despiezando el Estado.

Porque recordemos que en 2004 se inició por el Gobierno el banquete de las reformas estatutarias sin un acuerdo previo de los comensales, movido aquél exclusivamente por exigencias coyunturales de apoyos políticos. Y ello dio lugar a un festín en el que cada Comunidad autónoma se tomaba el trozo de pastel que le petaba sin prestar la menor atención a sus vecinos de mesa. Que una Comunidad autónoma quiera arreglarse su “asunto” de la manera que le resulte más rentable políticamente es lógico y forma parte de las humanas ambiciones y del cabildeo político local. Ahora bien que esa actitud se respalde por quienes representan al Estado en su conjunto es una manifestación de ligereza y de culpable irreflexión cuyo exacto alcance estamos ahora conociendo.

Rectificar el rumbo vagabundo de nuestro Estado de las autonomías es necesario y urgente. Pero procede hacerlo con orden y no a base de “repentes” y de premuras. ¿Qué tal si imitamos a los alemanes quienes en este comienzo de siglo han ultimado una reforma bastante completa del conjunto de su modelo federal? Podríamos acoger esa experiencia como luminar de nuestra acción y dejar la originalidad de pensamiento y los temblores creativos para nuestras aventuras intelectuales y artísticas.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

domingo, 30 de octubre de 2011

El próximo puente

Puede decirse ya a estas alturas que la vida discurre entre dos puentes. La oficina, el taller, la Universidad, la clínica y las molestias que conllevan, no son más que paréntesis entre puentes, un alto que hacemos para preparar el próximo desplazamiento. En realidad, el empleado del Banco, el dentista o el profesor, todos nosotros, atendemos nuestros afanes de manera muy superficial e interina porque en rigor en lo que estamos pensando es en el puente. O en el fin de semana, cuando nos hemos de conformar con menores ambiciones. Así, puentes y fines de semana son las referencias temporales modernas, los acontecimientos ya no ocurren tal día de octubre o de noviembre sino entre el puente del Pilar y el de los Santos, porque el tiempo, ese enigma antiguo, se esfuma entre los ojos de los puentes. Podríamos decir que nada mejor, para apreciar el paso del tiempo, que colocarnos sobre el puente y, desde allí, verlo llegar y desaparecer en el horizonte.

De la misma forma que ahora estudiamos la era de los glaciares o el siglo de los descubrimientos, en el futuro nuestro tiempo será identificado como el de los puentes, época dichosa en la que se han desdibujado las fechas con sus atrabiliarias imposiciones. Antes, los ciclos de la tierra, de la siembra o de la cosecha, determinaban la vida de los campesinos, mientras que en las ciudades era la “saison”, la temporada, la que marcaba los ritmos. “Búsquese usted un padre o una madre antes de que termine la temporada” dice un personaje de Oscar Wilde a un joven que se le ha presentado como huérfano. Hoy es claro que se diría: “si quiere recuperar su dignidad, busque un padre antes del próximo puente”. Porque este, el puente, es el único horizonte vital tangible. Adiós pues a aquel viejo puente pletórico de humedades que se conformaba con ver pasar por sus bajos a los ríos con sus aguas revueltas y sus truchas saltarinas, o por encima a los carruajes con aquellas damas que sufrían el “spleen”: hoy el puente tiene otros cometidos más solemnes al haberse convertido en el presidente de la gran procesión del tiempo, del desfile acompasado y marcial de los períodos. Ante él pasan rindiendo armas porque todo se rinde ante el puente.

Puede ser humilde pontón, confeccionado a base de unas tablas, para quien carezca de medios económicos, pero es ambiciosa obra hidráulica si se cuenta con posibles. En cualquier caso estamos ante la referencia moderna de Cronos, quien, por cierto, en la mitología griega, tenía como uno de sus atributos la guadaña, lo cual debe ser recuperado hoy porque los puentes están asociados a los muertos, a las cifras terroríficas de la mortandad en la carretera. Es más, estos, los muertos, cuando hablan entre ellos en la eternidad, ya no dicen “yo la diñé en la guerra de los Treinta años” o en el terremoto de Lisboa, señales de cierta distinción histórica, sino yo soy un muerto del puente de la Constitución o del Corpus. Resulta menos heroico y menos digno pero es que menos dignos y menos heroicos son los tiempos modernos en general. Es inútil pedirles más.

También la semana ha perdido su dignidad estando solamente su fin rodeado de excelso prestigio. El principio, en cambio, representado por el lunes, es momento aciago, del que se procura no hablar para no herir. Adviértase la tremenda mutación sufrida: el fin, que es el perecimiento y el agotamiento, alzado a la máxima distinción y encumbrado hacia la gloria en la medición del tiempo. “Buen fin de semana” decimos, nadie desea sin embargo, “buen principio” o “buena mediada” de semana. Cuando apenas se recuerda la liturgia, hemos consagrado los amenes, el introito nos parece un fastidio, y hoy Marcel Proust no tendría nada que hacer escribiendo tomos y tomos en busca del tiempo perdido porque lo que se lleva es la búsqueda del tiempo fugaz hallado bajo un puente, el próximo. Y a la magdalena que le den dos duros. ¡Tiempo de desguaces, en verdad, el nuestro!

Y así, entre puentes, pasamos una vida que no tardaremos en poner en las páginas amarillas como simple objeto comercial.

sábado, 29 de octubre de 2011

Bancarrota del Estado y Europa como contexto

Este es mi último libro.

miércoles, 5 de octubre de 2011

¿Sobran Administraciones?

(Ayer, día 4 de octubre, me publicó la edición nacional de El Mundo este artículo).

El debate no es nuevo pero ahora lo tenemos planteado en carne viva debido al descubrimiento que acabamos de hacer relativo al pozo de deuda pública en el que estamos metidos y desde donde hacemos todo tipo de aspavientos para salir a la superficie.

Y, entre ellos, está la polémica sobre las Administraciones. ¿Tenemos muchas, tenemos pocas, están mal organizadas, se pueden perfeccionar, es mejor abandonar todo intento? Preciso es tener en cuenta, a la hora de adentrarse en este bosque, que las Administraciones de las que hablo son correosas, dijérase que tienen la piel del proboscídeo por lo que ofrecen resistencia inusitada a ser perforadas.

En España tenemos, según creo, muchas Administraciones. Demasiadas para las que un cuerpo social moderado y que pretende ser elástico puede soportar. Diecisiete Comunidades autónomas -más dos ciudades igualmente autónomas en el norte de África-, cincuenta provincias, ocho mil y pico municipios, miles de entidades locales menores, comarcas, mancomunidades ... un festival para los juristas, para los abogados, para los políticos. Pero ¿y los ciudadanos? ¿no estarían más satisfechos con un aparato administrativo más ligero, más portátil?

Sin necesitar dotes de arúspice, es fácil sostener que el contribuyente, ese ser que gime bajo el peso del despiadado ejercicio de la potestad tributaria, se alegraría si en ese bosque espeso se hiciera algún clareo que dejara penetrar un poco más de luz, aquella luz que dicen reclamaba Goethe en el momento de ofrendar su vida a la eternidad.

La gran lanzada se ha proyectado recientemente sobre las provincias. Incluso alguna voz, con reconocida autoridad en la política española, ha llegado a anudar la desaparición de las provincias a la salvación del sistema sanitario público. Un desvarío que ha sido seguido de otros como esos ecos que se multiplican en las anfractuosidades de una cordillera. A mi modesto entender, afrontar este asunto exige recordar que en España tenemos espacios donde han desaparecido las organizaciones provinciales -las Comunidades autónomas uniprovinciales-, territorios insulares que tienen sus específicas soluciones, supervivencias de las guerras carlistas como son las históricas forales -de Navarra y del País Vasco-, en fin, Diputaciones “normales” en las comunidades autónomas pluriprovinciales. Entre estas, a su vez, la prudencia aconseja distinguir entre aquellas que disponen de dos o tres diputaciones -Valencia o Extremadura- y las que cuentan con un número más abultado -las dos Castillas, Andalucía ...-.

Toda fórmula simplificadora debe por tanto rechazarse. Menor atención si cabe merece la de ligar las churras provinciales con las merinas de la sanidad porque, si así se hiciera, antes habría de planearse un homenaje al papel destacado que las Diputaciones tuvieron en la modernización de una parte de nuestro sistema sanitario público, luego engullido ciertamente por el del Estado, pero tras un momento de esplendor -provincial- inequívoco.

¿Qué hacer con esta barroca situación? Creo que fue un error dotar de rigidez constitucional a la organización provincial porque su diseño exige soluciones diferenciadas. Ahora bien, contando con este “rigor mortis” a lo mejor sería bueno desempolvar las fórmulas que la Comisión de Expertos presidida por García de Enterría propuso a comienzos de los años ochenta: a saber, utilizar los servicios provinciales como estructuras para el ejercicio “provincial” de las competencias autonómicas. Este consejo no se siguió porque, para los responsables de las Comunidades autónomas, crear un aparato administrativo aquí y acullá les resultaba más apetecible que un bizcocho recién horneado y, encima, bien relleno con la crema pastelera de las tentaciones políticas. Por tanto, ¿por qué en vez de dirigir nuestros dardos contra las provincias, constitucionalmente encapsuladas, no lo dirigimos contra la robusta estructura periférica de las Comunidades autónomas?

Y ya que hablamos de estas, algún día será preciso pensar en reducir su número. Nosotros tenemos más Comunidades autónomas que Länder los alemanes cuando ellos nos doblan en población. Y, sin embargo, desde hace años está allí pendiente una reforma territorial destinada a su reducción. A tal efecto se han hecho muchos estudios de los que se extrae la conclusión de que los actuales dieciséis Länder deberían quedar en seis o siete. Es verdad que esta renovación esta remitida ad calendas graecas o “puesta en el hielo” por utilizar la expresión alemana. Pero la discusión ahí está. Y me pregunto y pregunto ¿nosotros no podemos tratar este asunto? Creo que algún día se hará y por eso siempre me ha parecido un disparate el proyecto de llevar los nombres de las Comunidades autónomas al texto constitucional. Otro error que sería primo hermano del cometido con las provincias.

¿Y qué pasa con los municipios? Es bien probable que, cuando se haya consumado la revolución de las estructuras administrativas que los tiempos modernos reclaman y que afectan al mismo Estado, nos siga quedando pegado en los bolsillos el polvo municipal y ello por grande que sean las convulsiones de la globalización. No olvidemos que toda la inmensa Odisea gira en torno a la pequeña Ítaca de la misma forma que el enorme “Ulises” está centrado en un día cualquiera de la ciudad de Dublín.

En muchos países europeos se ha producido en el último tercio del siglo XX una supresión drástica de municipios. La Alemania anterior a la reunificación pasó de veinticinco mil a ocho mil en los años setenta como consecuencia de leyes específicas aprobadas en los parlamentos de los Länder. Y que, por cierto, dieron lugar a una cantidad apreciable de pleitos constitucionales, planteados por las autoridades locales, todos ellos desestimados sin que hicieran mella en los magistrados las invocaciones altisonantes a la “autonomía local”. Y un proceso análogo está en marcha en los nuevos Länder.

Lo mismo podemos decir de Bélgica que, por la misma época, dejó contraído su número de municipios de 2700 a menos de 600. Y Dinamarca vivió algo semejante. Francia ha tenido menos suerte porque la ley “Marcellin”, de principios de los setenta, cosechó escasos efectos prácticos y ahora existe un Plan que llega hasta 2014. En Grecia, Italia y Portugal son las autoridades europeas las que están forzando los cambios.

En España reducir el número de municipios, sobre la base de acuerdos voluntarios y, si no se logran, aplicando el bisturí, es indispensable. Pero no para ahorrar porque los pequeños ayuntamientos generan muy poco gasto siendo los grandes los que exhiben cifras de sonrojo. Es decir, la reducción del número de municipios no debe ser -o no debe ser tan solo- parte de una política de ahorro sino de una política de mejora de la calidad de la democracia pues un Ayuntamiento que representa a pocos vecinos antes es familia que organización política seria. Y de perfeccionamiento en la oferta de servicios. Cuando un Ayuntamiento no los presta o ha de recurrir para hacerlo a mancomunarse con otros es que algo ha ocurrido en ese tejido social y la ley ha de ofrecer la respuesta adecuada.

Ahora bien, como trámite previo a todos esos esfuerzos, podríamos empezar -como ya se está haciendo en parte- con meter en el quirófano a las miles de sociedades, falsas fundaciones y otros “entes instrumentales” que se han creado sobre todo en los grandes municipios, en las provincias y en las Comunidades autónomas como nidos de despilfarro y de clientelismo político. Si no lo hacemos así, estaremos disparando sobre un blanco equivocado.

Sépase en fin que el citado bisturí sobre el cuerpo municipal ha de ser empuñado por el gobierno y por los parlamentos de las Comunidades autónomas. Primero, por exigencias constitucionales, de los Estatutos de autonomía y de la ley básica de régimen local. Segundo, porque las Comunidades autónomas tienen un magnífico espacio para demostrar que sirven para atender sus asuntos cercanos, cabalmente la propia ordenación de su espacio. Si no son capaces de esto, estarán poniendo de manifiesto que, desde lejos, se legisla y administra mejor. Lo que comprometería la dignidad y aun el sentido mismo de su papel institucional.

Salvar la vida municipal, que es a un tiempo cosmopolita, decadente y vanguardista, merece la pena.