domingo, 22 de mayo de 2011

Una amenaza a conjurar

¡Qué pena tan grande! ¡qué íntima desazón! ¿no quedará nada en pie? ¿se irá abatiendo todo ante nuestra mirada impotente? Hemos pecado, es verdad y probablemente de forma recia, nuestros desvaríos se acumulan pero ¿merecemos tanto castigo, merecemos sentirnos cercados por el precipicio que nos atrae con su vértigo descarado?

Y, sin embargo, he de rendirme a la realidad, he de doblegarme a ella y admitir que sobre mi vida caiga su dura represalia.

Cierto que las noticias malas se acumulan y ya deberíamos estar acostumbrados a ellas porque inundan los titulares de los periódicos y chirrían en los informativos de las televisiones y las radios. Pero debería haber mesura, una cierta contención. Y no la hay.

Porque, por más que leo y releo, la información no tiene vuelta de hoja. Es absolutamente fiable, no procede de un orador de un mítin en campaña: procede de un grupo de científicos sesudos.

Y reza así de amenazadora: las olas serán una fuente de energía. Literal, tal como se lee: las olas, sí, lector, las olas del mar se van a convertir en electricidad.

Una de los pocos elementos bellos, por inútiles, que nos quedaban en la naturaleza van a caer en la vulgaridad más aplastante.

Las olas, aquellas a las que Virginia Woolf dedicó una novela que, por cierto, nadie ha entendido jamás, pero a las que la novelista entregó todo su estro creativo, esas olas van a ser ahora una chabacana fuente de energía.

Las olas, aquellas que mecían al inquieto Ulises a la búsqueda de su Ítaca, al Ulises que a diario asaltaba el Destino y con él porfiaba en cada recodo de su viaje, esas olas, que cantan su poema diario al ajetreo, que componen en estrofas medidas su verso eterno al horizonte esquivo, serán en breve -si nadie lo remedia- una prosaica fuente de energía.

Las olas, que para mí siempre han tenido la belleza y el misterio de las páginas de un libro inagotable, pongamos las mil y una noches o la biblia, van a servir para alimentar un enchufe. Es decir, para justificar una existencia atrozmente plebeya.

Pero ¿qué hemos hecho, Señor, para caer en semejante tosquedad?

Si recuperamos el sosiego, procede preguntar: ¿es inevitable este destino que los científicos han diseñado? La respuesta es la que debe movilizarnos a quienes aún creemos en la locura de la belleza, a quienes gustamos de la inutilidad, a quienes queremos que las olas sigan siendo las alas de nuestra imaginación.

Somos nosotros quienes debemos advertir a las pobres e indefensas olas de lo que les espera y enseñarles a esquivar su duro destino. Y explicarles que, cuando vayan a ser aprisionadas por el hombre torvo para llevarlas a una turbina, se rebelen, se escapen, huyan entonando su canción de gozo, se escurran exhibiendo su dignidad, el milagro de su belleza ligera y esquiva.

La lucha ha de empezar sin demora. Porque ¿quien nos dice que detrás de las olas no vendrán otros desatinos? Pienso por ejemplo en las nubes y me estremezco. Un sudor frío me invade. Dejo en el aire -ya que de nubes hablamos- esta pregunta torturadora: ¿qué haríamos sin las nubes los humanos? El cielo, nada menos que el cielo, quedaría sin su argumento.

Con asuntos serios no se puede jugar.

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