viernes, 25 de noviembre de 2011

Desgracias de nuestro idioma

Estos tiempos duros acortan las palabras como en un intento de ahorrar esfuerzos para concentrarlos en otros afanes y así se ha puesto de moda desear “buenfinde” para referirse al recreo del sábado y el domingo o “me voy de vacas” que dice quien se marcha a pasar unos días a la costa o a la montaña para alejarse del ambiente miasmático de la oficina.

Dijérase que el hablante se hace perezoso y proyecta esta disposición de ánimo sobre el pobre lenguaje que carece de defensas adecuadas porque tampoco la Real Academia se las presta. Ya veremos lo que tarda la Docta Casa en admitir lo de las “vacas” y el “finde” como está a punto de admitir esa cursilada del “jet lag” para referirse a las molestias que producen los cambios horarios cuando se cubren grandes distancias en avión.

Pero donde es preciso echar un cable de ayuda al idioma es en el ámbito de la economía. Ahora que se habla tanto del “rescate” de este o de aquél país, es urgente rescatar al español de las garras de esos economistas a la violeta que, por haber leído un par de libros en inglés y asistido a un cursillo de un “finde” en Wisconsin, se creen con título suficiente para patear y desgraciar el idioma de la madre que los parió y de la leche que mamaron. Obsérvese, como ejemplo, la circulación actual de la palabra “apalancamiento” para referirse al hecho de especular contrayendo deudas. Ha bastado que algún economista desfachatado -con buen acceso a los medios de comunicación- la utilizara un par de veces para que el papanatismo ignaro la emplee con ese desparpajo que gasta quien se pierde por aparentar y por “estar en el ajo” de las jergas esotéricas. ¡Ah, si dispusiéramos de una palanca para levantar a esos bodoques del asiento de sus ignorancias!

¿Cómo no va a andar desasosegada la ciudadanía que padece los estragos de la crisis? Imaginemos a un parado que, deseoso de comprender la injusticia que padece, pretende adentrarse en el jeroglífico de la situación económica y para ello acude a un periódico serio y de su confianza. Y allí se encuentra con un artículo sesudo firmado por un especialista al que pondremos su nombre en inglés y le llamaremos “William of the pasture”. Este hombre le explicará que “el apalancamiento se hace creando uno o varios vehículos SPV que emiten obligaciones de deuda colateralizadas (CDO) en las que pueden vender sus tramos senior y mezzanine, con menor riesgo, ... mientras que el EFSF se queda con el tramo equity ...”. Y más adelante le informa que se necesita “una hoja de ruta de reforma de la gobernanza” y que los bancos tendrán que alcanzar “un 9% de core tier one (CT1) a finales de junio” de tal suerte que pueda calcularse el capital buffer.

La Autoridad bancaria europea no puede ser designada con este nombre por el aplicado alumno de Wisconsin sino que es la “European Banking Authority” encargada de alertarnos sobre los riesgos sistémicos y otras calamidades ambientales presentes y por descubrir.

Con estas aclaraciones, la desesperanza de nuestro parado alcanzará a buen seguro un grado colosal porque unirá a lo aflictivo de su estado la conciencia cierta de ser un ignorante irrecuperable al que no le queda más salida que el suicidio. Pero no el suicidio aquél de los románticos, que se suicidaban porque una Purita les había hecho cuatro mohines, sino un suicidio con todas las alarmas dentro del desengaño definitivo y concluyente. Un suicidio crispado y de venas exhaustas.

Ante este descalabro colectivo en el que vivimos necesitamos luz, que alguien haga señales para que se vea el desamparo de tantos. Y surge la plegaria: ¿cuándo, Señor, vendrá un Padre Isla para desenmascarar a todos estos bocazas?

viernes, 11 de noviembre de 2011

Política y prácticas comerciales

En los estudios que nos presentan esos arúspices modernos que son los sociólogos se pone de manifiesto cómo la distancia entre la ciudadanía y los políticos se ensancha cual cintura descuidada y se ahonda como una cicatriz irreversible. Al paso que llevamos en la degradación de nuestra democracia, muchos políticos se convertirán pronto en pastores de silencios. Simples estatuas desgarbadas. Y además desairadas pues que muy pocos atenderán sus sermones.

El pueblo español es, con todo, fiel al sistema democrático pero lo cierto es que este sufre un serio desgaste a los ojos de una gran parte de la ciudadanía. Prueba de ello son los movimientos que, tanto en redes sociales como en las plazas españolas, han irrumpido de forma inesperada en el escenario político.

Ahora bien, esta situación no es producto del azar ni de una conjunción desafortunada de fenómenos astrales sino el resultado de un esfuerzo sostenido y de un trabajo prolongado, aplicado por personas (in) competentes sin treguas ni desfallecimientos.

Ahí está para corroborarlo este catálogo de trapacerías, más abultado que el de las conquistas de don Juan recitado por Leporello en el libreto de Lorenzo da Ponte para Mozart: el extravío de la función constitucional de los partidos y la instauración de una partitocracia desapacible; el mensaje ambiguo de esos partidos, lo que les obliga a repetir eslóganes en la creencia de que sus destinatarios son unos mastuerzos; la conquista del Poder como medida de todas las cosas; una bochornosa financiación que les permite con total descaro no pagar sus deudas; la creación en las Administraciones -por el viejo sistema del botín- de un funcionariado adicto, propio de regímenes políticos ineficaces; la multiplicación de estructuras clientelares, aquí en el centro y allá en las periferias ... ¿Para qué seguir? La pregunta inquietante es ¿tiene todo esto arreglo?

Creemos que difícilmente y una prueba de ello es que se ha modificado la legislación electoral y, fuera de apretar las tuercas al mundo de los terroristas, lo que está muy bien, otros problemas serios y urgentes han quedado vírgenes. En ella se ha consagrado la empobrecedora hegemonía de unos pocos partidos que serán árbitros de todo lo que se mueva en la sociedad con la ayuda -siempre desinteresada- de esas fuerzas auxiliares que representan los nacionalistas, únicos que de verdad gustan a los que vienen ejerciendo la responsabilidad de gobernarnos.

Pero como no es bueno dejarse abatir, nos atrevemos a proponer un simple cambio de comportamiento y ningún momento mejor que este, cuando han aleteado por el cielo de este otoño embrujado las aves cantarinas de las elecciones, los mítines con trompetería, los repartos de globos y los apretones de manos a los vendedores de los mercados.

Consistiría en trasladar aquello que es habitual en las prácticas comerciales a la lucha política. Sabemos que cuando El Corte Inglés nos anuncia una de esas semanas de rebajas que duran varios meses, se limita a transmitirnos la bondad de sus ofertas sin que en ningún momento pueda descalificar a las que proceden de Mercadona o Carrefour. Tampoco a estas últimas se les ocurre desacreditar a su contrincante.

De esta forma se desenvuelve la vida en el seno de esa pelea que implica la búsqueda del cliente. Una pelea que está regida por varias normas, entre ellas la ley general de Publicidad y la de Competencia desleal.

De acuerdo con la primera se declara ilícita “la publicidad engañosa, la publicidad desleal y la publicidad agresiva” (artículo 3). Y es en la segunda donde se definen los actos contrarios a Derecho que parten de “todo comportamiento que resulte objetivamente contrario a las exigencias de la buena fe” (artículo 4) precisando a continuación la ley las conductas engañosas, los actos que generan confusión, las prácticas agresivas, las denigratorias y, en general, aquello que pueda calificarse como desleal.

Así, son engañosos los actos que contienen una información falsa o pueden inducir a error, los que ocultan u omiten información necesaria o es poco clara, ininteligible o ambigua. Explicitamente ilegales son aquellas prácticas que emplean un lenguaje amenazador o insultante. Y también resultan desleales las que menoscaban el crédito de un empresario que no sean exactas, verdaderas o pertinentes.

Los tribunales ordinarios, encargados de hacer respetar estas previsiones, se pronuncian frecuentemente sobre conflictos suscitados entre empresarios. Se cuentan por cientos las sentencias en tal sentido y así, de su lectura, sabemos que algunas campañas publicitarias han sido prohibidas porque no cumplían los requisitos de una leal comparación entre productos o establecimientos. O que el anuncio “el nuevo corte se queda corto” se declaró ilegal porque constituía un juicio de valor “para desprestigiar la actividad comercial de la competidora, innecesario al fin de establecer una comparación útil o tolerable para el buen funcionamiento del sistema concurrencial” (sentencia del Tribunal Supremo de 26 de febrero de 2006). Por esas fechas, ese mismo Tribunal nos enseñó que “la propagación a sabiendas de falsas aserciones contra un rival con objeto de perjudicarle comercialmente ... producir el descrédito del competidor o de su producto, o la difusión de aseveraciones falsas en su perjuicio” son comportamientos desleales y, por ello, ilícitos porque “suponen un ataque a la reputación del tercero” (sentencia del Tribunal Supremo de 11 de julio de 2006).

Y en la más reciente del Juzgado mercantil número 1 de Madrid de 13 de septiembre de 2010 se puede leer que “tildar a un competidor de parásito, ladrón, estafador o inútil, constituye indudablemente un grave acto de denigración subsumible sin matiz alguno en [las previsiones] de la ley de Competencia desleal”. Porque, sigue diciendo el juez, no se puede convertir el mercado en un “zoco de improperios”.

Magnífica expresión esta que describe lo que, en la realidad de cualquier campaña electoral, se convierte el debate político: un zoco de improperios.

Claro es que los empresarios cuentan para su protección con unos jueces independientes que aplican sin más el Derecho. Esto muy defectuosamente ocurre en el ámbito político donde el protagonismo de la tutela jurídica de los contendientes está atribuida a un órgano como es la Junta Electoral Central, trufada de una manera insolente por los intereses partidarios y donde las leyes que más se aplican son la del embudo (“para mí lo ancho y para tí lo agudo”) o la de bronce del “hoy por tí, mañana por mí”.

Antes de las elecciones pasadas, esta Junta, verdadero hallazgo de la arquitectura electoral española, publicó unas Instrucciones para interpretar las ya restrictivas reglas de la legislación electoral. En ellas se llegó a obligar, incluso a las televisiones privadas, a seguir criterios de proporcionalidad en la información de las campañas electorales dependiendo del resultado de las elecciones anteriores. Añadiendo la perversión de “elecciones equivalentes”, para taponar cualquier orificio por el que se pudiera orear el sistema.

Es decir que, si la vigilancia de la práctica de las relaciones comerciales estuviera atribuida a la Junta Electoral central, sería casi imposible para el consumidor español conocer la existencia de un yogur nuevo.

Y así, cucharada a cucharada, la democracia española va camino de convertirse en un yogur caducado.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

martes, 8 de noviembre de 2011

¿Pueden las Comunidades Autónomas devolver competencias al Estado?

(Ayer día 7 de noviembre nos publicaron este artículo en el periódico El Mundo)


Produce una cierta satisfacción comprobar que aquello que algunos venimos escribiendo desde hace años acerca del rumbo errático de nuestro Estado de las Autonomías se empieza a convertir en lenguaje “políticamente correcto”. Así, por ejemplo, vemos cómo el candidato socialista advierte ahora que se ha roto la unidad de mercado, que existen duplicidades entre las Administraciones, que la gestión sanitaria o la educativa exige correcciones, que el despilfarro autonómico no hay Estado que lo resista, que el urbanismo descentralizado ha llevado al saqueo del paisaje ... Es decir todo aquello que sabemos quienes éramos tildados, desde las tribunas oficiales, de retrógrados sin remedio y lo hemos denunciado en libros y conferencias con abundancia de razonamientos y de verbigracias. Ya no se oye aquella cantinela según la cual el Estado autonómico funciona “razonablemente bien” que era la consigna propalada sin descanso por los altavoces de ese cansino “progresismo” tan fingido como vacuo.

En esta posición revisionista se aloja estos días la polémica acerca de la “devolución” de competencias al Estado por parte de algunas Comunidades autónomas. También en esto nos acabamos de caer del nido porque ha sido de ver hasta ahora la carrera desenfrenada que se había entablado entre los dirigentes de las Comunidades autónomas para acumular competencias sin pararse a pensar si venían o no a cuento o si era posible financiarlas y gestionarlas. Incluso existe circulando por algún Estatuto de autonomía una cláusula ideada por un político -hoy en desgracia- que reivindicaba para sí todo aquello que obtuviera su vecino. Una actitud cuyo tierno infantilismo -practicado por persona ya en sazón- admira y desarma a un tiempo.

Lo cierto es que caemos ahora en la cuenta de que devolver las competencias que esta o aquella Comunidad autónoma ostenta sería una solución para los desatinos y destrozos producidos. Adviértase que no es el Estado el que está demandando que se le devuelva “el rosario de mi madre” como cantaba María Dolores Pradera sino que son las mismas Administraciones autonómicas las que están dispuestas a remitir por correo certificado a Madrid la engorrosa encomienda de la que un día -alegre y de feliz inconsciencia- se hicieron cargo. Cosa distinta es la “recuperación” por el Estado de competencias en la cuenca del Guadalquivir por aplicación de una sentencia del Tribunal Constitucional (30/2011 de 16 de marzo).

Todo parece indicar que se nos ha roto el ánfora donde guardábamos las esencias de las bondades autonómicas.

El problema que se plantea es el de si la “devolución” en estos términos es posible según nuestro Ordenamiento constitucional.

Veamos. “Las competencias son irrenunciables e indisponibles por imperativo constitucional” ha repetido en varias ocasiones el Tribunal Constitucional (así, por ejemplo, entre las primeras sentencias, puede verse la número 26/1982, de 24 de mayo y, entre las últimas, la número 247/2007, de 12 de diciembre). Se trata, en efecto, de un principio obvio: las competencias atribuidas por la Constitución española y asumidas por las Comunidades autónomas en sus Estatutos de Autonomía deben ejercerse precisamente por ellas. Estamos ante un elemental cumplimiento de la distribución del poder que nos es propio y una consecuencia que podemos encajar en el principio jurídico de la responsabilidad pública y que desde antiguo obliga a todas las instituciones. Lo mismo ocurre en el ámbito judicial donde rige la regla “non liquet” que implica que “los jueces y tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan” (art. 1.7 Código civil). En el ámbito de la Administración pública, de igual modo, las leyes nos enseñan que las competencias son irrenunciables y deben ejercerse por el órgano que las tenga atribuidas como propias (artículo 12 de la Ley de Régimen jurídico y Procedimiento administrativo común). Conclusión: la Administración autonómica ha de ejercer las competencias que tiene encomendadas y para las que cuenta con los medios que ha concretado con la Administración estatal en los Reales Decretos de traspasos.

Por consiguiente, resulta imposible la devolución unilateral por una Comunidad autónoma de una competencia a la Administración estatal. Y si a la irresponsabilidad de dejación del ejercicio de competencias llegara alguna Comunidad autónoma, la Constitución prevé las consecuencias: el Gobierno de la Nación ha de requerir al Presidente autonómico para que observe la legalidad vigente y, ante la desatención del mismo y tras la aprobación por el Senado, puede adoptar las medidas necesarias para obligarle al cumplimiento forzoso de sus obligaciones (art. 155 CE).

Importa añadir, para cerrar el razonamiento, que tampoco es posible que una Administración autonómica suscriba con la Administración del Estado un “convenio” para la devolución de sus competencias. Ello también supondría un incumplimiento de la ley pues el Tribunal constitucional ha tenido oportunidad de declarar que un convenio “no puede servir para que el Estado recupere competencias en sectores de actividad descentralizados por completo ... ni tampoco es admisible, como se dijo en la STC 95/1986, fj 5º, que merced a dicho convenio, la Comunidad autónoma ‘haya podido renunciar a unas competencias que son indisponibles por imperativo constitucional y estatutario” (STC 13/1992, de 6 de febrero).

En consecuencia, será necesario, para alterar el esquema de distribución de competencias, acudir a otros mecanismos legales. Uno sería la aprobación de una ley de armonización prevista en el artículo 150.3 CE; otro, la reforma estatutaria.

Y menos mal, amable lector, que todo esto es así y que existen sólidos principios jurídicos que sirven para ahormar el ejercicio del poder por parte de los órganos que lo tienen constitucionalmente atribuido.

Pues no nos faltaba más que el retorno de funciones al Estado se hiciera de la manera fragmentaria, descabalada y a golpe de matutinas ocurrencias de los gobernantes de las Comunidades autónomas. Es decir que diéramos la vuelta al calcetín con el mismo desorden y el mismo atolondramiento con el que hemos estado despiezando el Estado.

Porque recordemos que en 2004 se inició por el Gobierno el banquete de las reformas estatutarias sin un acuerdo previo de los comensales, movido aquél exclusivamente por exigencias coyunturales de apoyos políticos. Y ello dio lugar a un festín en el que cada Comunidad autónoma se tomaba el trozo de pastel que le petaba sin prestar la menor atención a sus vecinos de mesa. Que una Comunidad autónoma quiera arreglarse su “asunto” de la manera que le resulte más rentable políticamente es lógico y forma parte de las humanas ambiciones y del cabildeo político local. Ahora bien que esa actitud se respalde por quienes representan al Estado en su conjunto es una manifestación de ligereza y de culpable irreflexión cuyo exacto alcance estamos ahora conociendo.

Rectificar el rumbo vagabundo de nuestro Estado de las autonomías es necesario y urgente. Pero procede hacerlo con orden y no a base de “repentes” y de premuras. ¿Qué tal si imitamos a los alemanes quienes en este comienzo de siglo han ultimado una reforma bastante completa del conjunto de su modelo federal? Podríamos acoger esa experiencia como luminar de nuestra acción y dejar la originalidad de pensamiento y los temblores creativos para nuestras aventuras intelectuales y artísticas.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes