domingo, 18 de diciembre de 2011

Aventuras baratas

Las agencias de viajes hacen su agosto en diciembre gracias a este afán de aventuras a plazos que vivimos los españoles: vamos de aquí para allá, sin mucho orden ni concierto, por el solo gusto de movernos, una suerte de inquietud motora nos invade que no conoce fechas de reposo. Y lo último consiste en visitar países exóticos de continentes lueñes a los que el visitante debe ir pertrechado de un arsenal de vacunas y pócimas para hacer frente a males insólitos, propios de lugares que dan cobijo a mosquitos aviesos y consumen productos no uperizados y, lo que es peor, sin isoflavonas.

Ganas de perder el tiempo. Para aventuras, aventuras de verdad, de esas que dejan secuelas y dan para muchas conversaciones, las que se viven en cualquiera de nuestras ciudades. Solo salir a comprar el pan o dar un modesto paseo para atraparle al sol gramos de su benigna influencia, nos pueden proporcionar una experiencia indeleble. Por ejemplo, sufrir una caída. ¿Ocasiones para la desgracia? Variadas, todas emocionantes.

Está -en la coyuntura invernal- el hielo. Esta traición del agua se forma tras las nevadas, por lo que, cuando se producen, es conveniente calzarse los pies de plomo y andar con miramientos. Este año todavía no ha nevado pero, para suplir tal deficiencia, ahí están los limpiadores municipales que dejan agua en las inmediaciones de las bocas de riego o en las aceras. Un fenómeno de la física que entendemos hasta los de derecho, nos dice que tal charco o película de agua propende a convertirse en hielo, no bien pasan unos minutos. Ya solo falta la viejecita que sale de misa confiada y sacramentada. En cuanto aparezca, caerá en la trampa tendida por el irresponsable limpiador, y en el hospital le será diagnosticada una rotura de cadera. Nada relevante.

Sin consideración al paso de las estaciones, se pueden contabilizar otros momentos emocionantes. Por ejemplo, las baldosas bailables. Estas, las baldosas, tuvieron en el pasado vocación de inmovilidad, pero hoy conviven las baldosas tranquilas con las que padecen el baile de san Vito. Se agitan retozonas y traviesas, constituyendo ocasión propicia para que el viandante pierda el equilibrio. Total, tantas cosas se pierden a lo largo de la vida, la virginidad, los ahorros, la decencia y el sano temor a dios, que perder el equilibrio no es nada del otro mundo. Ahora bien, tiene una consecuencia molesta: el perdedor cae al suelo y de ahí surgen males como en racimo: una muñeca dislocada, un codo que deja de cumplir su función a la hora de beber en la bota, un pie que se niega a avanzar de forma ordenada y así sucesivamente. Responsable: el contratista que puso la baldosa. Pero este se llamará andanas, ya ha cobrado y que le registren, para eso está el Ayuntamiento que, con el dinero de los contribuyentes, hará frente a las indemnizaciones.

Ítem más: esos adorables viandantes, entrañables con los animales, que sacan a mear al perro. Antes, iban cogidos por una cadena poco complaciente, ahora van conducidos por una correa juguetona, que se extiende y se acorta, para permitir al animal movilidad y hacer cabriolas mil. Ay de quien no advierta semejante artilugio y quede enredado en una de esas correas extensibles. Al suelo irá y, como consuelo, recibirá -en el mejor de los casos- las disculpas del insensato propietario que ha provocado el accidente. O un bufido por no ir atento al juego.

En fin, están los adorables niños que circulan en patines a toda velocidad por las aceras, arrollando lo que a su paso encuentran. Nadie les dice nada, benditas criaturitas que en algún sitio tendrán que desahogar sus ímpetus aún intactos.

En tales condiciones, quien vuelve a casa con su esqueleto indemne ha vivido un milagro. ¿A qué ir a un safari a África? Emociones de verdad en nuestras calles, las demás son artificios caros.

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