domingo, 22 de abril de 2012

Alabanza del cacique antiguo


(Hace años publiqué esta Sosería que sigue teniendo actualidad)



Es muy conocida la historieta que tiene como protagonistas al terrateniente de la época de la Restauración -pongamos comienzos del siglo XX- y sus jornaleros. Aquel ha repartido entre estos las papeletas de voto y les ha entregado a cada uno tres pesetas. Con todo, y como tiene poca confianza en la lealtad de sus trabajadores, no les pierde de vista cuando están haciendo cola ante la mesa electoral. Entonces, a uno de ellos se le ocurre abrir el sobre para ver a quién va a votar. El terrateniente, que le ha visto, se le acerca indignado y le espeta: “¿Julián, no sabes que el voto es secreto?

Esta era la práctica de las votaciones a lo largo de la Restauración: el cacique compraba los votos y colaboraba por esta vía a asegurar las mayorías parlamentarias diseñadas desde el gobierno. Un ilustre asturiano de Llanes que fue “gran elector” en años anteriores, en los sesenta del siglo XIX, José Posada Herrera, confeccionaba diputados con una destreza pasmosa y con un arte aquilatado. Cuando O'Donnell, que era su jefe, le preguntaba cómo lo conseguía, solía responder: “soy cristiano viejo y procuro que mi mano izquierda no sepa lo que hace la derecha”.

El cacique histórico era un ser entrañable y es al que debemos rendir homenaje de admiración y de agradecimiento. Porque ese cacique era un hombre de una pieza, todo generosidad, que compraba los votos con el dinero de su bolsillo. Nada ver con los actuales que hacen lo mismo pero con el dinero público. Hoy es la ayuda al desdentado, mañana a la parturienta, pasado al viejo, ayer al joven ... surgiendo así los cheques por esto o aquello, todos librados contra la cuenta corriente del Estado y de los fondos presupuestarios.

En unas elecciones que conozco bien porque las padezco de vez en cuando, las de rector de la Universidad -la mayor estafa conocida e inventada en punto a elecciones-, es de ver con qué generosidad se lanzan los candidatos a prometer subidas salariales y promociones profesionales a los docentes, a los no docentes, a los discentes y a los incompetentes. Todos tienen un número en la rifa de las ofertas. Otra cosa es que, una vez despejado el panorama y elegido el rector, los beneficios vayan a parar a quienes tuvieron puntería a la hora de votar o a quienes están dedicados al enredo universitario y son por ello piezas codiciadas para cualquier rector aficionado a la componenda. Porque, ¡ay de aquellos que se equivocaron de caballo y apostaron mal! No se comerán un rosco, sus becarios no ascenderán y las plazas se convertirán para ellos en un sueño lejano que solo se hará realidad para aquellos afortunados que supieron disparar con destreza. En mi libro el mito de la autonomía universitaria he contado por lo menudo estos cambalaches y así me he ganado la simpatía de los estamentos oficiales. Pero las cosas son como son por más que se las presente disfrazadas con bellas palabras como democracia, participación y otras zarandajas.

Tienen de común los políticos en esta época de elecciones y los candidatos a rector el hecho de disponer de una cuenta corriente que se nutre con el dinero de los contribuyentes. Una situación bien amena que se convierte en escándalo cuando el candidato es quien ostenta ya el poder y pretende revalidarlo pues entonces dispone directamente del resorte que proporciona el reparto de prebendas para allegar voto.

Ante este panorama se impone, y es el objeto de estas líneas, recordar con nostalgia al cacique tradicional, que se gastaba sus cuartos o que prometía trabajo en sus campos para la próxima vendimia. ¡Loor a aquel hombre, capaz de comprometer sus dineros por el bien de la patria! Malhaya sea, por contra, el cacique actual que hace lo mismo, solo que saqueando los dineros del común.

¡Cuánta estética antaño, cuánta perversión hogaño!

domingo, 15 de abril de 2012

Mi amigo el banquero

La teoría según la cual los banqueros no traen sino desgracias a nuestra vida no se tiene en pie. Por el contrario son autores de los mejores descubrimientos, los más imaginativos y los más cuajados de frutos. Por ello les debemos agradecimiento.

El hecho de haber inventado la cuenta abierta en un establecimiento como único medio de estar dignamente en sociedad nadie negará que es un hallazgo memorable. Antiguamente, yo todavía lo recuerdo, a los funcionarios nos pagaban con el lujurioso dinero metido en un sobre, lo que nos permitía vivir en buena medida al margen del banco. Llegó un momento luminoso en que el banco (o la caja) se impuso. A partir de entonces, o se disponía de un número de cuenta o no se cobraba. Así de sencillo y así de clarito.

Luego vino el truco de las tarjetas de crédito, de débito y no sé cuántas zarandajas más. Hoy, en media Europa, es imposible sacar un billete de tranvía si no se dispone de una de esas tarjetitas cuyo uso deja obviamente intereses y comisiones a los esforzados y sufridos banqueros. El viejo carné de identidad (la «cédula» como se llamaba en la España antigua) ya no sirve de nada. Lo que cuenta es la cuenta. Y la tarjeta a ella anudada.

En estas estábamos cuando a estos señores se les ocurre el no va más. El punto y final. Es el llamado «banco malo». Como se entiende que el banco es un negocio libre, sometido a las reglas del mercado, es inevitable que sus gestores acumulen ganancias, pero también -en ocasiones- pérdidas. Y así en sus balances no tienen más remedio que contabilizar, al lado de sonrientes números azules, ceñudos números rojos. Es ley de vida: quien está a las maduras, está a las duras, junto a los días felices están los tristes... los refranes, la Biblia y los poetas (la luz y el abismo; la lumbre y el frío, etc...) nos han dado cuenta de esta realidad proteica y amenazadora.

Pues bien, el hallazgo consiste ahora en pasar a otro banco, el «malo», todo lo que hay de poco estético en los balances y, a partir de ahí, seguir gestionando el negocio financiero sólo con los productos estéticamente presentables. Y ¿quién se hace cargo de la morralla que se cobija bajo el nombre de banco «malo»? Pues el Estado, tan solícito él. Ahora bien, como éste aún conserva un poco de dignidad, se revestirá de siglas cabalísticas para intentar confundir. Pero nadie debe engañarse, al final es el Estado, es decir, usted, lector (no ponga cara de despiste), y yo quienes prestamos el servicio al banquero bueno de quedarnos con el malo.

Al lado de esta invención, la teoría de la relatividad se queda en un rompecabezas para niños.

Lo positivo es que, por esta vía, todos nos convertimos en banqueros. Una profesión que había estado cerrada a una casta impenetrable, a unos círculos distantes a los que ningún contribuyente normal podía acceder, ahora está abierta a todos nosotros: al cartero, al profesor de instituto, al sargento, al juez, al odontólogo y al comercial de calcetines de punto.

Un sueño se ha hecho realidad. Tantas vueltas que hemos dado a la necesidad de democratizar la sociedad, de hacer fluido el paso de los escalones más bajos a los más altos, sin que hayamos sido capaces de encontrar fáciles soluciones, ahora está al alcance de nuestras manos, gracias al esfuerzo y a la imaginación de los banqueros.

Nadie negará que estamos viviendo un momento feliz, este de constatar que somos banqueros, «malos», es verdad, pero banqueros. Por algo se empieza. Además ¿qué son la maldad y la bondad sino bagatelas burguesas que es hora de desalojar de nuestro horizonte?

domingo, 8 de abril de 2012

El tambor del zulú

Hallábame durmiendo a las siete de la mañana en un hotel de una ciudad de Sudáfrica cuando me despierta una música de tambores. Tardé segundos en empezar a maldecir a todos los fabricantes de tambores, a los adquirentes de tambores y a los tamborileros, sin hacer concesión alguna ni distingos entre razas, pigmentación de la piel o sexo.

Cuando me asomo a la ventana descubro, en el jardín, al grupo de jóvenes que eran los autores de aquel desaguisado acústico, perpetrado para solaz de los huéspedes. Iban ataviados a la más rigurosa moda zulú, es decir, con una sencilla prenda, evocadora de algún fruto (¿plátanos?), que ocultaba sus partes pudendas, más unos collares y pulseras como guinda decorativa.

Todo bien pensado para trasladar la imaginación del europeo moderno al mundo ancestral de ese grupo étnico que ha protagonizado, junto a holandeses e ingleses, la historia de aquél país.

Cuando me repuse del sobresalto empecé incluso a gustar de aquellos sonidos y como además el tiempo era un diamante sencillo y la atmósfera acogía un surtidor de deleites, escuché largo rato con atención y respeto. No era la música que a mí me gusta ciertamente pero aquello tenía su ritmo, un ritmo que -me dí en imaginar- bien había podido venir a lomos de algún hipogrifo cabalgando por la serranía de los siglos desde las palpitaciones más antiguas de las tribus zulúes.

Ya estaba trasladado al pasado remoto al compás de aquellos tambores cuando la música se paró de repente. Era el tiempo de descanso de los instrumentistas.

Y, entonces, se produjo -de una forma ruda- mi vuelta a la modernidad.

Pues aquellos zulúes, ataviados con escuetos taparrabos, se dirigieron a los coches que tenían aparcados a la puerta del hotel accionando a distancia sus mandos para abrirlos y tomar de su interior el móvil, el ipod, el ipad, la tableta y no sé cuantos otros cachivaches extraídos del más exigente catálogo de novedades tecnológicas.

Mi imaginación, que había logrado ser activada con hazañas luchadoras y con imágenes arcaicas, de repente se desplomó como herida por un telegrama de muerte.

Sin embargo, al recuperarme pensé que era divertido observar este racimo de tiempos, el agitar de las civilizaciones. Es como ver pasar un desfile de paisajes mofándose del destino y de las mareas, como recibir en casa la visita de Napoleón que viene acompañando a Alfonso XIII, o ver juntos -paseando por Nueva York- a Velázquez y Dalí ... O ese encuentro entre estilos literarios que ensaya Günter Grass en su novela “Es cuento largo”, mezclada su pluma con la de Theodor Fontane. O las “Variaciones” de algunos compositores sobre temas antiguos ...

Unas épocas se abrazan a otras épocas dándose entre ellas amores volubles. Y se besan uniendo alegrías de ayer y pesares de hoy o viceversa. Todo en desorientado amasijo. Pues el único aislamiento creíble es el de las estrellas. ¡Pero es, ay, tan vanidoso ...!

Por mi parte,

he creído oportuno acudir a mi sastre para encargarle una armadura a mi medida.