domingo, 17 de junio de 2012

La compañía Iberia y el ketchup


Esta es la última Sosería que me ha publicado La Nueva España


No hace mucho me refería al honor de la patata frita y hoy me veo obligado a volver sobre esta filigrana del quehacer humano pues el cerco que se cierne sobre ella es cada vez más estrecho.
Como se sabe, cuando a la patata frita se le añaden unos huevos, aceite y sal (a veces también cebolla) sale la tortilla de patata, suprema creación de los fogones y verdadera seña de identidad de la cocina española. Nunca he entendido cómo los italianos han conseguido colocar su pizza en el mundo entero y ahora los turcos su kebab y nosotros no lo hemos logrado (o ni siquiera lo hemos intentado) con nuestra tortilla de patatas. O con nuestras empanadas a las que algún día será necesario dedicar una sosería de lujo.
Debería crearse una Orden específica consagrada a la gloria de la tortilla de patata y organizar romerías y peregrinaciones a los lugares de culto a la tortilla. Adviértase que esta tortilla se llama “española” desde hace varios siglos y compárese con la que lleva el adjetivo “francesa” desde hace también mucho tiempo. No hay color entre ellas: la francesa es escueta, le falta imaginación y altura de miras; la española es heroica, lleva consigo el alma del alboroto que ha producido en la cocina, y acumula secretos y delicias. No hay dos familias españolas que la hagan igual y eso es ya una muestra innegable de su genialidad porque esta cualidad se predica precisamente de lo irrepetible. Se puede estar comiendo tortilla de patatas todos los días pero, si se hace en casas distintas, el sabor, la textura, la mixtura de sus elementos, la color misma, todo será distinto como distintas son las olas que se acogen a la orilla o al acantilado por más que vengan engendradas por las mismas alcobas del mar y el mismo viento.
La tortilla admite cientos de miradas y también miles de exigencias. La tortilla de patatas tiene algo de eucaristía, de sacramento pues ¿qué es sino un signo de la gracia a través del cual se accede a una vida que, por él, cobra mayor plenitud?
Si pienso todo esto y soy capaz de teorizarlo, se comprenderá la cara que puse cuando, viajando recientemente en avión, me ofrecieron -¡y encima previo pago!- un bocadillo de tortilla de patatas con ketchup. Alguien me dirá: “bah, sería en alguna compañía aérea extranjera o incluso protestante”. Pues no, en la mismísima IBERIA, la que lleva los colores de la bandera de España en sus aviones, la que pasea la españolidad por los cinco continentes, esa empresa, que tan bien nos trata en otras ocasiones, se permite mancillar el honor de la españolísima tortilla de patatas mezclándola con el ketchup.
Entiendo que las personas más sensibles desconocerán qué es el ketchup. Les explicaré que se trata de una salsa de tomate de origen americano condimentada con vinagre, azúcar, sal y algunas especias. El resultado es algo vulgar, propio para mezclarlo con alimentos apócrifos, con productos de una imaginación culinaria degradada y sin músculo.
Nunca ¡con la tortilla de patatas! Esto es una indecencia y solo por eso merecería la compañía IBERIA ser llevada ante los tribunales de justicia, ante los servicios de la competencia y ante los confesonarios más puntillosos. No se puede ofender a la tortilla de patatas de esta manera tan agresiva y, además, tan gratuita. ¿A qué viene esta mezcla ignominiosa? ¿Es una burla, un insulto, una afrenta inspirada por alguien que quiere contribuir a arruinar el prestigio de España? ¿Es la vuelta a la leyenda negra solo que ahora pintada de ese abominable color rojizo?
Mediten los facedores de este entuerto el atropello que han cometido y reparen el daño causado rindiendo un homenaje a la tortilla de patatas española e invocando al demonio para que se lleva a las entrañas de su imperio esa bastarda combinación que han tenido el tupé de ofrecer a sus indefensos viajeros. 
 
 
 

sábado, 9 de junio de 2012

El honor de la patata frita

 
No, no y no. Se impone proclamar de una forma rotunda que no siempre la ayuda a la investigación es un elemento indispensable para el progreso de una sociedad. Es esta una cantinela que estamos escuchando ahora -con motivo de la crisis- con una insistencia que aturde, desgasta y aburre. Pues no hay experto, gurú o sacerdote de las nuevas tecnologías que no nos la canten a diario en español y aun en los idiomas más peregrinos del mundo.
 
¿A qué viene esta afirmación mía tan heterodoxa?
 
Para entendernos conviene que recordemos previamente qué es una patata frita.  De entre el rico prontuario de creaciones que la cocina internacional nos ofrece, la patata frita se alza como una de las más selectas, más distinguidas y más sabrosas. Me refiero, claro es, a la patata frita española, la que se produce a base de nuestras inmejorables patatas y nuestro aceite, ese producto milagroso que es vida frágil y color cifrado, un misterio de la naturaleza que solo un poeta de verso terso podría cantar adecuadamente. Hablamos además de esa patata que se fríe en una de nuestras sartenes tradicionales, artefactos antiguos que hemos recibido de las manos temblorosas de la Historia y que tienen como misión adorar las lumbres y dorar las patatas.
 
No aludo pues a las patatas fritas hechas sobre un producto congelado, que es como un ser  insepulto, insípido y escorbútico. Pues ha de saberse que en los países centroeuropeos se permiten el lujo de afrentar a la patata metiéndola en un congelador días y días ... un crimen este que se encuentra entre los más aflictivos que conozco. Al verlas así maltratadas, yo me desespero y me doy en cavilar qué autor o qué religión justificarán estas tropelías cometidas impunemente contra los ritos más excelsos.
 
Estamos pues ante las patatas fritas tal como se producen y consumen entre nosotros. Que, acompañadas de unos huevos también fritos, se convierten en un universo para la boca dichosa que los disfruta, en la cumbre de los placeres afectantes a la bucólica que es como llama Cervantes a los achaques del comer.
Pues bien, ahora, unos investigadores ociosos se han preguntado la razón por la cual no es posible comer una sola patata frita. Es decir, se enfrentan al hecho natural de que, quien come una patata frita, lo que desea es seguir comiéndolas: desordenamente y con desafuero. A estos energúmenos, esta sensatísima inclinación humana les parece mal y la atribuyen a la acción de los “endocannabinoides” (así, como suena), unas sustancias que al parecer nuestro propio organismo genera y cuyas características químicas son similares al componente activo de la marihuana.
 
Los tales “endocannabinoides” son factores poderosos para desencadenar la gula, proceso químico que empieza en la lengua y termina en el cerebro adonde llega la orden bendita de comer patatas fritas y jamón. 
 
Es decir, lo que a cualquier persona bien constituida le parece normal y plausible, a estos científicos les suena a aberración de la humana naturaleza y es por ello por lo que se afanan en crear unos fármacos que permitan bloquear los receptores de “endocannabinoides”. ¿Se da cuenta el lector de lo que estamos hablando? De tomar unas pastillas ¡para obstaculizar nuestro sano apetito de patatas fritas! Unas pastillas que habríamos de añadir a las de la lucha contra el colesterol, el ácido úrico, la desgana en el trance mingitorio ... etc. 
 
En este despropósito emplean el dinero ciertos centros de investigación. Se verá ahora la razón del grito contrario a la investigación con el que he abierto esta Sosería. Que cierro con el deseo de que el fracaso más sonado corone los lamentables esfuerzos de estos desaprensivos.

viernes, 1 de junio de 2012

Arquitectos para Europa


(El jueves día 31 de mayo me publicaron este artículo en el periódico El Mundo).

La foto ha sido demoledora: de los prebostes reunidos en la residencia de Obama, seis representaban a Europa. Allí estaban Barroso, van Rompuy, Merkel,  Hollande, Monti y Cameron, es decir la Comisión europea, el Consejo europeo, más cuatro presidentes de Gobiernos europeos. Además, para confundir con mayor eficacia al interlocutor, sostenían opiniones divergentes.

Claro que esta última sesión del G8 a la que aludo no aportaba, en este punto, novedad relevante. Solo que, chorreando crisis económica como chorreamos, la visión de tal galimatías se hace más lacerante. Y pone de manifiesto, aun para las personas duras de oído, la necesidad de meditar sobre las estructuras políticas y administrativas en las que cristaliza el gobierno europeo.


Tampoco esto es nuevo pues esa meditación y el empeño por pensar y repensar viene siendo  constante desde hace medio siglo. En rigor, nunca se ha interrumpido. Probablemente porque, herederos como somos de Jean Monnet, todos nos acordamos de aquellas palabras suyas que tienen aire de canto profético: “Europa se hará en las crisis y será al cabo la suma de las soluciones que se diseñen para esas crisis”.  

Gentes que piensen cómo avanzar y no perder el equilibro impuesto por intereses tan contrapuestos, países tan distintos y culturas tan variadas, las hay por docenas. Las ideas florecen por aquí y por allá, no es elocuencia lo que falta precisamente. Es verdad que algunas  voces recuerdan a las de los arbitristas que, en el siglo XVII, fueron satirizados por la pluma de Quevedo. Pero las más proceden de personas con las entendederas bien aparejadas, con experiencia y saberes, personas que saben hacer encajes de bolillos, esos que tanta fama han dado a Bélgica. A veces pienso que la selección de este país como epicentro de las instituciones europeas no es una casualidad sino que está ligada precisamente a su crédito a la hora de confeccionar estas filigranas.


Pues bien, de los proyectos que están lanzándose a la marejada de la opinión pública quiero seleccionar algunos por la autoridad que ostentan quienes los formulan. Así, por ejemplo, el de Viviane Reding hecho público en la prensa alemana a principios del pasado mes de marzo. Esta mujer, luxemburguesa, es en la actualidad comisaria y vicepresidenta de la Comisión europea en la que se ocupa de la Justicia y los derechos fundamentales. En el documento citado propone que, en las próximas elecciones europeas, a celebrar en 2014, los partidos políticos presenten un candidato para presidir la Comisión. Después el vencedor deberá recabar el respaldo del Parlamento europeo. Esa misma persona ostentará además la presidencia del Consejo europeo.

Como se advertirá, con esta sencilla alteración, conseguiríamos suprimir de la foto del G8 más arriba citada a una persona al quedar los señores Barroso y van Rompuy fundidos en uno tal cual si de un nuevo misterio teológico se tratara. Un avance ciertamente.

Este Presidente debería -siempre según la señora Reding- convocar una Convención que atribuiría al Parlamento europeo la iniciativa legislativa -de la que hoy carece, como se sabe- y además la elección de los miembros de la Comisión europea (hoy confiada a la propuesta de los Estados miembros). Al Presidente de la Comisión europea debería atribuírsele la facultad de disolver el Parlamento al modo como es habitual en los parlamentos nacionales.

Para que el plan Reding funcione es necesario que cada familia política europea -socialista, liberal etc- se una, más allá de las fronteras nacionales, en torno a una persona que será, si gana, el llamado a recabar la confianza del Parlamento. Como se exigiría una reforma de los Tratados, esta debería coronarse con un referéndum celebrado en toda Europa aunque en condiciones distintas de las muy chapuceras que han dominado tales consultas hasta la fecha.

La otra propuesta reciente procede del bien dinámico -pese a sus limitaciones físicas- ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble. La ha formulado con ocasión de la entrega del premio Carlomagno en la ciudad de Aquisgrán.

A su juicio, las reformas de la arquitectura institucional de la Unión deben hacerse efectivas para las elecciones de 2019 aprovechando la circunstancia de que en cinco años el actual -y mal llamado “pacto fiscal”, en rigor, pacto “presupuestario”- ha de incluirse en el Tratado de Lisboa. Esa sería la ocasión para actuar y conseguir algunos objetivos importantes: los ciudadanos europeos deberían elegir de forma directa al presidente de la Comisión; los Estados deberían renunciar al derecho de enviar, cada uno de ellos, un comisario para formar parte de la Comisión, con lo que se reduciría su número y se ganaría en cohesión; en fin, el Parlamento actual debería completarse con una segunda Cámara que representara -con decreciente proporcionalidad- a los Estados. Es evidente que Schäuble tiene en la cabeza el modelo, no del Senado americano, sino el del Bundesrat alemán.

Como desaparecería el Consejo europeo tal como hoy funciona, sería necesario, de un lado, cambiar muchas de las normas que hoy disciplinan la distribución de competencias y, de otro, resolver si subsistiría el actual sistema de presidencias rotatorias de los Estados. Estos “detalles” se tratan de forma muy desdibujada en el discurso del ministro alemán. Tampoco se aclara qué tipo de mayoría sería necesaria para esa elección directa del presidente de la Comisión ni si sería obligada una segunda vuelta en caso de no conseguirla ninguno de los candidatos, lo que conduciría a una nueva movilización de varios cientos de millones de electores.

En marcha hay otras iniciativas. Tal la que protagoniza el ministro de Asuntos Exteriores alemán Guido Westerwelle quien convoca a algunos de sus homólogos para discutir estas cuestiones de arquitectura institucional, entre ellos al español García Margallo, buen conocedor de Europa. Westerwelle ha dicho al periódico alemán Die Zeit, que quiere “un presidente de la Unión europea elegido directamente por los electores pues en el momento en el que políticos europeos tengan que explicar y discutir sus ideas por toda Europa, los problemas europeos serán conocidos por los ciudadanos y se acortarán las distancias entre las decisiones políticas y la ciudadanía. Muchas de las cuestiones que a todos nos afectan escapan al debate público porque los políticos temen recibir una bronca dentro de este clima de peligroso nacionalismo que se percibe”.

Es la Europa de “murallas antiguas” que evocaba Rimbaud. 

Resulta evidente que hay en todas estas exposiciones ideas que quedan en el aire colgadas de un signo de interrogación y además adelanto que no comparto muchas de ellas. Pero es bueno que -junto a ensayistas, intelectuales, clubes de opinión etc- políticos en activo se ocupen de pensar el futuro pues ponen de manifiesto que saben mirar por encima de esas bardas truculentas que componen los mil asuntos que se acumulan sobre las mesas de sus despachos.

Porque lo importante es no perder de vista el largo plazo ni dejarse ganar por el desánimo causado por tantas oscuras zozobras como nos rodean. Y saber que Europa es la única luminaria que puede aclararnos el camino. Europa es el espacio que, engarzado a nuestros interiores, alberga la majestad de la grandeza de un mundo nuevo. Lo contrario es volver, apoyados en el bastón del valetudinario, hacia el nacionalismo, que no es el opio del pueblo sino la “cocaína de las clases medias” (Nial Fergusson). Un nacionalismo, el que hoy reivindican al unísono las izquierdas comunistófilas y las derechas extremas, con el que volveríamos a acogernos a la tutela de un ángel sombrío escapado de un cuerpo en ruinas.