domingo, 29 de julio de 2012

¿Qué rey queremos?



(Esta es mi última Sosería publicada en La Nueva España.)


Al final buena parte de lo que hacen los reyes resulta una extravagancia y es tomado a pitorreo por la población que se cree tan lista. Entre nosotros, don Juan Carlos ha perdido la condición de presidente de honor de una asociación por haber ido a matar un elefante. Son ganas de enredar porque don Juan Carlos colecciona las presidencias de honor como las cabelleras el indio de las películas, así que alguien me explicará qué merma de honor ha sufrido con haberle quitado una silla si tiene el trono.


Ya expliqué en otra Sosería que me parecía un contrasentido que se criticara al Rey por ir de cacería. A mi juicio, eso es lo que tiene que hacer un monarca constitucional: ir de sarao en sarao, presidir fiestas de la banderita, acudir al Vaticano a beatificar piadosos varones y descubrir bustos y estatuas. Porque, si no es así, se dedicará a nombrar magistrados, presidentes de gobierno, directivos de los bancos y cofrades mayores de las procesiones de Semana Santa, algo que, si se hace una vez, parece que se le coge tanto gusto que ya es imposible dejarlo. Justamente eso es lo que hacía su augusto abuelo, el gran tarambana, hasta 1931, y ya se sabe su final. O su cuñado en Grecia quien se aficionó a nombrar coroneles y acabó en Londres haciendo visitas a Harrods como cualquiera de nosotros, turistas que carecemos de blasones y tenemos la sangre más roja que Lenin.


Por tanto quien crea que puede criticar al Monarca por ser aficionado a la caza le recomiendo que se relea a los clásicos, desde Locke para acá, y escriba en un encerado mil veces las funciones de un monarca constitucional.


Pero si nosotros, que tenemos un Rey constitucional, nos olvidamos de la teoría política que le explica, otros, que tienen un rey absoluto, se empeñan también en enmedarle la plana.


Es lo que ocurre en el principado de Liechtenstein, un Estado tan pequeñito -entre Austria y Suiza- que se puede recorrer en coche en tercera pues no hay ocasión de meter la cuarta. Tiene un castillo en Vaduz, la capital, que está sacado de las novelas de sir Walter Scott, y una familia reinante que podría haber salido de alguna de las óperas históricas de Bellini o de Donizetti. El paisaje de ese principado es un lujo de montañas altivas y un coliseo de árboles, todo ello envuelto en luces apagadas donde los pocos poetas del lugar llenan sus alforjas de imágenes y ripios.


El principado es además un paraíso fiscal que, a la vista de la evolución de la teología, es el único paraíso al que podemos acogernos con alguna fiabilidad.


El príncipe ostenta poderes feudales que están recogidos en los textos fundacionales del lugar y todo eso de la Constitución le suena lo mismo que a un vegetariano la receta del cocido maragato. Dispone de vidas y haciendas, nombra a quien le peta presidente de esto o aquello, los jueces ponen las sentencias que le complacen y así seguido. Ni siquiera tiene razones para reivindicar el derecho de pernada porque las mozas tienen la obligación de enamorarse de él un rato.


Ahora han querido unos ciudadanos ilusos recortarles esos poderes y darle a leer a Rousseau o cualquier otra antigualla parecida. Ha montado en su caballo alazán y también en cólera y ha tronado desde el palacio que guarda secretos remotos y desde allí ha anunciado que a él nadie le toca un pelo. Valentón él ha convocado un referéndum y lo ha ganado. Nadie quiere ver reducido a su apuesto príncipe a la condición de monarca sometido a una Constitución y desprovisto de poderes como eran aquellos obispos «in partibus infidelium» que no tenían un fiel a quien colocar una homilía.


¿Qué modelo queremos, el de don Juan Carlos o el del príncipe de Liechtenstein? A mí el que me gusta es el que sale en la zarzuela que narra las aventuras del rey que rabió.


domingo, 22 de julio de 2012

Guinda


¡Ah, el amor! El amor, señora, carece de sentimientos.


domingo, 15 de julio de 2012

El enterrador y la tabla de multiplicar



El tranquilo y pequeño municipio de Calig, en la provincia de Castellón, ha salido en los papeles estos días porque, habiendo convocado una plaza para ocupar el puesto de enterrador, nadie -de la veintena de personas que han concurrido- ha logrado superar las pruebas.

La alcaldesa se lamenta de la situación creada y explica que el temario era muy sencillo: las cuatro reglas y el conocimiento de la Ordenanza de cementerios aprobada por el consistorio.

Sencillo sería pero superfluo también. Porque vamos a ver ¿para qué sirve hoy saber multiplicar si cualquier teléfono móvil dispone de una “aplicación” que realiza con total fiabilidad la operación? ¿Es que el enterrador no dispondrá de un teléfono móvil? Esto sí que me parecería grave porque habrá quien no crea en las llamadas del más allá pero las del más acá es imposible despreciarlas. Un enterrador que sea consciente de sus obligaciones ha de estar siempre preparado para el desempeño de su melancólico ministerio porque las llamadas se producen a las horas más inesperadas.

La muerte es un apremio, una furia sombría, la evasión hacia un misterio azul y remoto, a veces una burla o una jugarreta de la ironía ... quiero decir con todo ello -y más que podría añadir pero quiero ir al grano- que la muerte tiene su lenguaje, sus modos, su liturgia y sus escenarios pero lo que no tiene en modo alguno es horario. Y ello por la sencilla razón de que es la liberadora definitiva de los horarios. La muerte, antes que cualquier otro cachivache, lo primero que entierra es el reloj. De ahí que los suizos -relojeros de Europa- sean tan aprensivos ante la muerte.

Y de ahí también nos viene la importancia del móvil. Entre los números “favoritos” hay que tener siempre anotado la combinación del enterrador como tenemos la de su pariente más cercano, el médico. Cuando no había móvil, los muertos se eternizaban entre nosotros, con su imponente presencia, su dedo que se les quedaba en odiosa posición dogmática para recordarnos el “ya te lo decía yo”, su olor a cloroformo, su algodón en las fosas nasales, su desesperante quietud, circunstancias todas que solo tenían ventajas para los poetas, especialmente para Espronceda a quien le gustaban los cementerios “de muertos bien rellenos”. A las personas que no le damos a la rima la cercanía del muerto nos da grima.

Si no hay móvil, por elemental que sea, que no disponga de su calculadora ¿a qué vienen tantos escrúpulos ante el aspirante que no sabe sumar? Lo que se precisa aprender hoy es el manejo del móvil, no la tabla de multiplicar que se nos ha quedado tan antigua la pobre como el traje negro de luto (apropiada evocación ya que hablamos de muertos).

Y luego está la otra queja de la alcaldesa: el desconocimiento de la Ordenanza de cementerios. Si las Ordenanzas, como las leyes, señora, no las saben ni los abogados ni los jueces ¿a qué viene preguntársela a un enterrador? ¿qué insana curiosidad es esa? Pero es que, además, hay una cuestión previa: ¿por qué existe una tal Ordenanza? El cementerio, señora, bastante tiene con lo suyo, con su clamor apocalíptico, con esa presencia sobrecogedora del tránsito supremo, con sus calambres gélidos, con su aspecto de última trinchera, con su memoria de fusilados, con su recuento permanente de huesos esparcidos y desparejados, con su falta de respuestas ...

El cementerio ¿para qué quiere una Ordenanza si tiene la tapia?

Pero, con ser todo lo que he anotado grave, lo que peor llevo es que ese consistorio tan poco consistente no haya leído a León Felipe: “no sabiendo los oficios los haremos con respeto. Para enterrar a los muertos como debemos cualquiera sirve, cualquiera ... menos un sepulturero”.

Pues eso, señores ediles: más León Felipe y menos ínfulas con una sórdida Ordenanza.

domingo, 8 de julio de 2012

El idiota que llevo dentro



Por fin alguien se ha atrevido a decirlo con nitidez y ha sido un actor, que son quienes menos inhibiciones padecen: “todos llevamos un idiota dentro”.


El gesto es meritorio por lo que tiene de franqueza aunque su autor se ha quedado corto: ¿cómo uno? No, señor actor: todos llevamos dentro varios idiotas, una porción considerable de imbéciles y otra bien despachada de mentecatos. “El número de estultos es infinito” se lee ya en el libro sagrado y se lo recuerda don Quijote a Sancho
                                                        
Pues veamos el asunto con cierta frialdad: si esto no fuera así ¿cómo se explicarían nuestros comportamientos? ¿Alguien entendería algo de las decisiones que se adoptan en el seno de las familias numerosas, de las empresas de gas, de las redacciones de los periódicos o de los colegios concertados? Nadie y esta es la prueba concluyente de la modestia con la que la observación ha sido formulada.

Una modestia tan ostensible que lleva a la inexactitud. Porque no es que llevemos un idiota dentro sino que además llevamos a un listo y a un habilidoso con los ordenadores o a un despistado genial o a un entusiasta de la armónica de cristal. Todo eso somos: muchas cosas a la vez y todas forman la criatura inarmónica, caótica, pero adorable y fecunda que somos los humanos.
                                    
Por algún sitio tengo escrito que “cuando acariciamos nos sale el cisne que llevamos dentro”. Y es que el cisne y las más diversas especies del reino animal anidan en nosotros con absoluta campechanía y se pasean por nuestro ser como las propietarias que en puridad son de nuestro destino. Y así unas veces somos ese cisne que acabo de invocar y otras somos un león rugiente, un pajarillo cantarín, un ceremonioso pingüino o una aplicada lechuza. Yo me he sentido más de una vez una ardilla y otras me he desempeñado como una marmota adulta.

Todo esto sin contar que, como nos enseñó Pascal, “no hay hombre más diferente de otro que el hombre mismo en sus diferentes edades”. ¿Qué sustancia queda de nosotros a los sesenta años de lo que hemos sido a los veinte? ¿Nos reconoceríamos si nos pudiéramos ver a través de un artilugio, de un pasadizo secreto que recorriera nuestras historias personales? Nos ocurre como a esas palabras que se aprenden en la gramática que sólo tienen número plural (las “exequias” o las “nupcias”).
Por eso huyo resueltamente de quien me dice esa frase tan amenazadora de: “yo siempre he sido de una sola pieza”. Este sujeto es tan temible como quien te anuncia que él “llama al pan, pan y al vino, vino” porque a renglón seguido te suelta una grosería.

Ese hombre de una sola pieza es una de las filigranas más logradas del pelmazo, del ser plano que es incapaz de mirar por encima de sus narices que las lleva atiborradas de mocos, secos como tópicos. Es parecido a ese otro que te espeta que es “de derechas de toda la vida” (o de izquierdas, pues tanto vale), ignorando que esas actitudes nadie las mantiene -si no se quiere sentar plaza de hipocritón- sin fisuras ni desfallecimientos. Así de irisadas son -felizmente- nuestras entretelas.
 
Menos las de aquellos que, en lugar de constituir una sutil combinación de sentimientos, citas bíblicas, cantares sin ritmo y lecturas descosidas, están fabricados en plomo. 

martes, 3 de julio de 2012

España como problema

(Ayer dos de julio me publicó el periódico El Mundo este artículo).


La situación política e institucional en que se halla España es penosa. Si queremos formularlo de manera sencilla podemos decir que, en puridad, “no hay donde mirar”. Da igual que hablemos del tribunal constitucional, del gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas de ahorro, de la universidad, del rey y de la monarquía, de las comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias ... todo está empantanado, las apariencias de falsos paraísos se nos han desvanecido. 

Preciso es decirlo con claridad: tenemos unas instituciones públicas de cartón-piedra y desde ellas, desde su fragilidad, desde su condición de simples sombras constitucionales, es imposible hacer frente a ningún empeño serio. 

Ante esta pavorosa situación, resulta un lugar común sostener que "faltan intelectuales" y se evocan tiempos en los que estos ejercían una función de faros o guías en los grandes debates nacionales.

Si miramos a nuestro pasado, una época especialmente tormentosa fue la que se sitúa en los  principios del XX conocida como crisis del 98. En buena medida podemos compararla a nuestras actuales desgracias pues, si entonces certificamos la pérdida de los últimos jirones del imperio, ahora hemos de certificar el desvanecimiento del Estado, al menos en la imagen que el siglo XX fabricó del mismo y nos legó. Si entonces lloramos sobre los despojos de la patria vencida, ahora lo hacemos sobre los títulos de una deuda que se desparrama a la manera de un tumor infectado y venenoso.

Pues bien ¿qué es lo que escribían los "cráneos privilegiados" de esa época cuando advirtieron la palidez de las señales que estaba emitiendo España? Es decir, cuando se vieron obligados a pensar en "España como problema", título este que dió Laín Entralgo a un documentado ensayo (que tuvo su réplica, desvaída, en la "España sin problema" de Calvo Serer).

Por aquellos años, cuando las Filipinas en Asia o Cuba en América, ya eran espuma o el recuerdo de los horrores de la manigua, se empieza a hacer consistente la meditación sobre Europa. El más despachado fue Unamuno con su lema de "españolizar Europa", un aspaviento que se vería obligado a matizar. Fuera de los casos de un Ganivet que sueña con una España convertida en “la Grecia cristiana" o de Maeztu para quien el camino acertado es el de la Hispanidad, lo cierto es que en los regeneracionistas de Costa y en los ensayistas del 98 o del 14 hay un claro latido europeo que, sin embargo, pronto abandonarían para ensimismarse con la tierra, con el idioma o con el arte.

Ninguno de ellos tuvo una idea clara de lo que era Europa, viajaron poco y en idiomas andaban flojos -fuera de los casos de Unamuno y de A. Machado, profesor de francés-. Significativo es Manuel Azaña que vivió en Francia y sin embargo lo vemos encerrado en las fronteras españolas cuando está ocupando la presidencia del Gobierno. Por sus escritos  sabemos que casi su único contacto exterior era el embajador de Francia en Madrid y advertimos asimismo cómo ignora la llegada de Hitler a la cancillería y las barbaridades que los nazis pronto comenzaron a perpetrar, entre otras novedades de bulto de la política europea. De la Sociedad de Naciones habla sin entusiasmo y se alegra de que Lerroux anduviera por allí, para él un alivio pues se ha evitado que enredara por España. En las Memorias de Madariaga hay abundantes pruebas de la alergia que producía al Azaña gobernante viajar o entrevistarse con mandatarios extranjeros. Lo suyo era acercarse en coche al Escorial y los pequeños desplazamientos a la sierra. 

No es caso único: con anterioridad, en la segunda mitad del siglo XIX, Juan Valera anduvo por buena parte de Europa, de lo que deja amplio testimonio en su Correspondencia (para mí, lo mejor de su obra): Nápoles, Lisboa, Dresden, Berlín, San Petersburgo ... Sin embargo, apenas si se trasluce nada consistente referido a los asuntos europeos -económicos, comerciales, consulares etc- siendo más bien su foco de atención el constituido por los saraos, los bailes, los banquetes y otras fruslerías. De los centenares de cartas que Valera envía desde san Petersburgo lo más sustancioso es el intercambio de cruces y collares entre mandatarios españoles y rusos, insignias que se ponían los unos a los otros con ocasión de sus encuentros festivos o cinegéticos.

Apoyados en la pértiga del tiempo llegamos al único pensador que sí sabía lo que significaba la apuesta europea. Me refiero -claro es- a Ortega y Gasset.Europa es ciencia antes que nada: amigos de mi tiempo, ¡estudiad! Y luego, a vuestra vuelta, encendamos el alma del pueblo con las palabras del idealismo que aquellos hombres de Europa nos hayan enseñado”. Un texto que hubieran suscrito Ramón y Cajal y el resto de los hombres de ciencia contemporáneos -Marañón, del Río Hortega ...-. Por eso Ortega tiene claro que “si creemos que Europa es la ciencia, habremos de simbolizar a España en la inconsciencia”. Y el método para europeizar a España, para que pase de la inconsciencia a la ciencia es la educación. Una educación que no es obra de la espontaneidad sino “de la reflexión: hemos de fingirnos un yo ideal, simbólico, ejemplar, reflexionando sobre el alma y el carácter europeos”.  No es necesario insistir: las enseñanzas de Ortega -¡tan primorosamente escritas!- siempre están de actualidad y a ellas es preciso volver cuando se quiere meditar sobre España y Europa. 

De sus enseñanzas vivimos quienes proponemos recetas para que Europa avance hasta dar con una fórmula que evoque -aunque no coincida- con la de los Estados Unidos de América pues solo desde ella podremos hacer frente a las conmociones que está viviendo el planeta. En este sentido es falso que no existan intelectuales en España que estén cuidando la brújula de la buena dirección. Los hay y están presentes en los debates nacionales.

Lo que sí echo en falta es la denuncia de la situación interna española con la energía que la situación exige. Aunque se atisban indicios de desentumecimiento, es preciso que el murmullo devenga en discurso, que los pocos solistas que hoy tararean se conviertan en un coro que inunde el escenario. Y hay que llamar a las cosas por su nombre: es preciso reformar el sistema electoral y reformar la Constitución. Y como a este texto le hemos bajado de su pedestal mítico el verano pasado, cuando en un aleteo de mariposa le incorporamos un artículo barroco, vamos a defender que lo mismo se haga este verano o un poco más allá, acaso cuando los árboles pierdan su pudor y se nos muestren in puribus. Con el apoyo del artículo 167 de la Constitución hay que transformar el título referente a las Comunidades autónomas y diseñar una nueva Administración local, hay que suprimir el Consejo general del Poder judicial, hay que dotar a las Universidades de un nuevo sistema de gobierno que las libere del cerco feudal en el que están aherrojadas. El sistema de nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional es muy arriesgado cambiarlo pero, si se desplazara su sede a una capital de provincia sin AVE, se habría dado un paso de gigante. De las cuestiones económicas nos ocuparemos con nuestros socios europeos, lo que resulta muy  tranquilizador.

¿Sueño? Probablemente pero es que solo tras el sueño se oirán “cantar los gallos de la aurora” como quería Antonio Machado.



domingo, 1 de julio de 2012

El paraíso


El paraíso se manifiesta en las diversas religiones de forma diferente, así para los cristianos es un lugar de felicidad eterna, de paz sin sobresaltos, de gozos moderados pero duraderos. Un lugar donde se puede hablar con Dios, lógicamente no de tú, pero sí con la familiaridad que es propia entre bienaventurados que están ya al cabo de la calle.
 
Otros creyentes conciben el paraíso como un lugar donde hay siempre caza dispuesta al sacrificio y a dar satisfacción a los humanos en forma de hermosos venados o frágiles perdices. Y los nórdicos, que son muy aficionados a la pendencia sangrienta, lo llaman Valhalla, el destino de los guerreros que mueren heroicamente en combate, un espacio de ensueño y quimeras donde son recibidos por las valquirias a las que es lícito administrar todo tipo de sobaduras, achuchones y zalamerías. Como esta actividad acaba desgastando sobremanera incluso a los valientes soldados, se retoman fuerzas con grandes banquetes en los que se come jabalí y se bebe hidromiel, siendo esto último lo que menos me gusta de este paraíso porque el jabalí con lo que entra bien es con un tinto de diversos retrogustos y aromas en paladar de frutas silvestres.

Hoy día las religiones tradicionales están muy desprestigiadas pues han sido sustituidas por la religión de las grandes superficies, las camisas de marca y los coches automáticos que ahora, por cierto, no se compran como antaño sino que se tienen en arrendamiento financiero, una modalidad de contrato que en español se llama “leasing”. Así que, si antes íbamos a misa los domingos, hoy vamos a Hipercor o a Carrefour para que nos sean administrados allí los sacramentos de la salvación.

Se comprenderá que, ante cambios tan fundamentales, ha sido necesario desterrar -nunca mejor dicho- el paraíso tradicional, el de los sermones de los curas y sus rosadas imágenes, por uno nuevo, más acorde con los tiempos y con las ensoñaciones de la época. Es así como nace el “paraíso fiscal”. Hasta ahora a nadie, que no fuera un orate, se le hubiera ocurrido unir esas dos palabras. Porque “fiscal” alude a fisco, a Hacienda, a impuesto, a tropelía administrativa y, peor aún, a un funcionario de cejas torvas, enfundado en negros ropajes y determinado a enviarnos al trullo a poco que bajemos la guardia.

Pero en estos tiempos sí es posible maridar ambos términos al encontrárseles un sentido nuevo e inesperado. El paraíso fiscal es aquel lugar donde no se paga al Fisco, donde quien allí mora no se ve en la penosa obligación de detraer nada de su peculio y entregárselo a ese ser odioso y voraz que es el Estado como antes se pagaba el diezmo a la santa madre Iglesia. Si suprimimos el diezmo aprovechando la revolución liberal ¿por qué no suprimir también el impuesto y la contribución ahora que estamos en la revolución postmoderna y laica? Esta sencilla reflexión es la que ha llevado a crear los paraísos fiscales y a dividir el mundo entre los lugares donde se paga y aquellos libres de tal ominosa servidumbre.

Se consigue así un más ajustado equilibrio y, como hay zonas en la Tierra que son montañosas y otras llanas, o lugares lluviosos y otros secos, así hay tierras donde se pagan impuestos y tierras donde el hombre vive descuidado, paseando sus desnudeces bancarias sin miedo a ser perturbado, marcando con cierta insolencia el paquete de su desparpajo económico.

El problema es ¿quién tiene derecho a entrar en esos espacios de privilegio? Porque las religiones tradicionales siempre han establecido criterios a la hora de seleccionar a quienes podían disfrutar a placer de la divinidad o de las huríes. Pero ahora ¿cuáles son los requisitos de las modernas Escrituras? Según los estudios que he realizado a lo largo de varios créditos europeos de acuerdo con el método boloñés, la conclusión a la que llego es que los elegidos son los que oran con mucha devoción a la imagen del activo tóxico, los que encienden velas y compran exvotos a los productos derivados, los que rezan a diario el rosario de los índices bursátiles, los que hacen subir el barril, los que hacen bajar la vergüenza, en fin, los que lanzan opas como ondas y los que lanzan a los obreros a la calle.

Es decir que al paraíso fiscal seguirán yendo -como a los antiguos paraísos- los de siempre.