jueves, 18 de octubre de 2012

La cara adusta del federalismo

(Ayer nos publicó el periódico El Mundo este artículo).



En estos momentos muchos se arraciman en torno al federalismo como lo hace el náufrago a una boya en el mar: para tratar de salvar unas instituciones como las españolas que se encuentran en indisimulado declive. Bienvenidos sean estos conversos a hacer compañía a quienes desde hace tiempo defendemos tal fórmula, única que puede  reparar los platos que ha roto un Estado como el de las autonomías, fragmentado, especialmente desde 2004, en mil pedazos.

Porque la vuelta al Estado centralista, eficaz garante un día de la igualdad y de la libertad, no es ni posible ni deseable. Hoy, las diferentes formas de la descentralización territorial han pasado a formar parte de los componentes de la democracia moderna de suerte que prácticamente todos los Estados de nuestro entorno han procedido a lo largo del siglo XX a desmantelar el viejo caserón heredado de las revoluciones liberales. Un ejemplo es Francia, país donde los esfuerzos descentralizadores llevan ya años trepando por los muros un día fortificados por el centralismo postrevolucionario. 

En España dimos con el título VIII de la Constitución, lámpara de la que se han ido escapando todos los malos ingenios imaginables. Por eso, cuando nos hallamos al borde del abismo, con un país en bancarrota, miramos hacia el horizonte a la búsqueda de una fórmula mirífica que nos traiga algún genio bueno. Embarcados en esa investigación, es cuando nos acordamos del federalismo que nace en los Estados Unidos de América, que está presente en otros continentes y que tiene en Europa ilustres representaciones en países prestigiosos como Alemania, Suiza o Austria. 

Ahora bien, el federalismo es un cesto que contiene frutas variadas y que es, en cierta manera, como los cuadros que pintaba Arcimboldo en el siglo XVI donde, desde una distancia, se veían flores o plantas o animales y, desde otra, el retrato de un señor. Es más: hay sistemas como el autonómico español que contiene ya ingredientes federales. Por eso limitarnos a invocar la fórmula federal y, a renglón seguido, seguir cada uno a lo suyo es como ejecutar un juego de magia empleando a conciencia artes chapuceriles.

Se impone pues no dejarnos confundir por los trucos de Arcimboldo y advertir la verdad del cuadro federal con sus sombras y sus luces. De resultas de este examen le cobraremos simpatía porque federalismo remite a reparto del poder político, a una democracia más madura y responsable, a mayores cauces de participación y por ahí seguido. Es la cara amable del federalismo.

Pero cuenta éste con una faceta más adusta que es la que deseamos recordar. Para que seamos conscientes de qué significa en su integridad la fórmula federal.

Por de pronto debemos saber que, si abrazamos el modelo federal, será preciso reanimar la regla según la cual el derecho producido por la Federación “quiebra” el procedente de los territorios federados. Es la “prevalencia” que alcanza en Ordenamientos como el americano o el alemán sus formulaciones más diáfanas. Así, la “cláusula de supremacía” del artículo VI de la Constitución de los Estados Unidos es bien clara: “esta Constitución y las leyes de los Estados Unidos que sean promulgadas en virtud de la misma, así como todos los tratados hechos o que puedan ser concluidos bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la suprema ley de la nación; y los jueces, en cada uno de los Estados, estarán vinculados a ella, no obstante lo que de contrario dispongan la Constitución o las leyes de cada Estado”. En la  alemana, el artículo 31 no queda atrás en contundencia: “el derecho federal quiebra el derecho de los Länder”. Lo mismo ocurre en la Constitución suiza (artículo 49). En España se acabaría pues la redacción técnicamente incorrecta del artículo 149.3 de la Constitución y nuestro Tribunal Constitucional no podría ya refugiarse en subterfugios para evitar la  aplicación de la prevalencia de forma directa y sin complejos. 

Igualmente, si optamos por caminar por la senda federal, se podrán imponer, también sin componendas, los instrumentos de la “coacción federal” cuando las partes se empeñen en ir por su cuenta y apartarse de las políticas inspiradas por el interés común que la Federación representa. En la Alemania de Weimar, un régimen sometido a tensiones fuertes, se aplicó en Länder como Turingia, Gotha, Sajonia y, al final, en la misma Prusia. En la actualidad, si el artículo 37 de la Ley fundamental, que asume parecida técnica, no ha sido empleado nunca es porque los poderes políticos alemanes practican una lealtad institucional muy apreciable. Allí, desde luego, no se advierten intentos secesionistas. Por su parte, Suiza acoge un precepto semejante al alemán. Y recordemos cómo en los Estados Unidos, a raíz de la sentencia histórica del caso Brown, que declaró inconstitucional la segregación racial en la educación, Eisenhower envió a la Guardia Nacional a Arkansas (1957) para proteger a los estudiantes negros, e igualmente hizo Kennedy en 1963 quien mandó a las Fuerzas Armadas a Alabama para permitir la inscripción en la Universidad de estudiantes negros.  

Nosotros contamos con el artículo 155 (muy cercano al texto alemán) que contiene nuestro sistema de coacción federal. Al amparo de este precepto se han aprobado las medidas coercitivas reguladas en la ley orgánica de estabilidad presupuestaria y se están empezando a aplicar otras -de las que este periódico ha dado temprana noticia- al calor del manejo de los fondos de liquidez autonómico y de pago a proveedores.

Preciso es saber empero que el artículo 155 no está agotado con las previsiones citadas pues contiene en su seno una fuerza que debemos conocer si de avanzar en el federalismo se trata. Se puede a su tenor obligar al “cumplimiento forzoso” de obligaciones incumplidas como sería el caso de las impuestas por sentencias judiciales en tal o cual materia (verbigracia: política lingüística), se podrán también dar instrucciones a las autoridades de la Comunidad autónoma y, en el marco de las “medidas necesarias” a que alude el párrafo primero, se podrán enviar comisionados que sustituyan a esas autoridades. Nada de esto repugna a los comentaristas del artículo 37 de la Ley fundamental de Bonn (Maunz-Dürig- Herzog, por ejemplo) quienes entienden amparadas por el precepto, siempre con respeto al principio de proporcionalidad, la emisión de instrucciones o directrices de carácter general o singular a seguir por el Land renuente; la ejecución sustitutoria de sus deberes; la transitoria apropiación de parte del poder del Land por un órgano de la Federación -la gestión tributaria, por ejemplo-; el envío de “comisionados”; en fin, la presión económica o financiera para que el Land actúe en tal o cual dirección y de acuerdo con los intereses federales. 

Por último, una píldora amarga para los ricos: estarán obligados a pagar a los pobres.

¿Están dispuestos quienes hoy invocan en España el modelo federal a aceptar la cara adusta del federalismo? Porque si hicimos el Estado autonómico para contentar a los nacionalismos y comprobamos que siguen ofendidos, es lícito preguntarnos si, al ponernos bajo la advocación de los manes del federalismo, nos espera idéntica frustración. En todo caso, lo importante en esta hora de infortunio y melancolía es no seguir mareando una perdiz que ya tenemos suficientemente atolondrada.   


Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes.
 

domingo, 7 de octubre de 2012

Debates: ¡fuera las ideas!

(El jueves 4 de octubre publicó La Nueva España esta Sosería).


“Las ideas se tienen, en las creencias se está” nos enseñaba Ortega cuando éramos jóvenes y nosotros rumiábamos estas palabras para hacernos definitivamente con ellas, con su significado profundo y formar nuestra modesta composición de lugar.

¡Ah, las ideas ...! Hay la historia “de las ideas políticas” o de las “ideas filosóficas” que se enseñan como asignaturas en algunas Facultades y me imagino que existe también lo mismo respecto a las ciencias físicas o a la matemática porque se entiende que esas señoras, las ideas, son el soporte de una ideología, de un ideario, de un conjunto de representaciones, de conocimientos, de imágenes, de percepciones, de impresiones o de lo que sea. Quiero decir con ello que las ideas han tenido, desde Platón para acá, prestigio social y de alguien serio se decía que era “persona de ideas firmes” con lo que el sujeto así calificado tenía ya un trecho recorrido en el camino de la confianza y la fiabilidad. Por el contrario, de alguien a quien hemos querido descalificar siempre hemos dicho que “no tiene zorra idea” o “la más remota idea”.

En estos momentos, sin embargo, el crédito de las ideas parece que está algo en entredicho, sepultado en el catafalco adonde van a parar las antiguallas que ya no lucen. Porque es de anotar -y el lector perspicaz lo habrá advertido- que se han convertido en un insulto en el debate político y así no es raro que, al analizar una propuesta en este o en aquel campo, nos encontremos con que el adversario de la misma esgrima que en ellas “hay mucha ideología”. Véase el ejemplo ahora con la enseñanza o antes con la sanidad o con la regulación de la supervisión bancaria etc. Tal parece como si las ideas -la “ideología”- contaminaran el plan a llevar a cabo y este quedara ya con ellas irremediablemente manchado. 

Uno creía sin embargo que las ideas eran baluartes del pensamiento y que lo lógico era que los grandes debates estuvieran bien cosidos por las ideas a ellos subyacentes y que constituyeran pautas para alumbrar soluciones satisfactorias. Y así las ideas liberales servirían para reforzar la libertad del mercado, las de los ecologistas para prevenir de los destrozos en la naturaleza que una iniciativa pudiera acarrear, las socialdemócratas para recordarnos a los pobres y a las clases menesterosas, y por ahí seguido. Es decir, algunos hemos pensado siempre que eran las ideas -las políticas, las religiosas, las filosóficas ...- , junto a los grandes descubrimientos científicos y técnicos, la palanca que ha movido desde siempre el mundo. Aristóteles, Newton, Erasmo, Lutero, Rousseau, Marx etc han sido señores que han dejado una huella en la humanidad porque han aportado ideas que han contribuido a remover nuestras conciencias, a aliviarnos de prejuicios y a sepultar tópicos y lugares comunes entre fantasías de nardos ya hechos cenizas.

Pero como sostengo ya no es así. Hoy la idea o el conjunto de las mismas, dotado de cierta unidad y coherencia, es decir, la ideología, se ha convertido en dardo envenenado a disparar  contra el adversario político para arruinar sus propuestas.

Todo esto es un poco disparatado pero habrá que acostumbrarse a ello y saber que las ideas ya no pasan de ser sombras, objetos voladores, estrellas heridas, almas muertas que bogan en los altos cielos, cuerpos que resbalan, arenas fugitivas ... O un abanico de mil colores que nos ayuda a ahuyentar la reflexión.