domingo, 30 de junio de 2013

Paciente

El paciente más paciente es el paciente del médico forense.

domingo, 23 de junio de 2013

Sobre el sobre

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería)




El lenguaje se alimenta de esos nutrientes que son los hablantes quienes lo enriquecen con flamantes hallazgos. Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo, usa mucho la palabra “reborondo” que la Docta Casa, proclive a acoger cualquier barbarismo, no ha incluido en su Diccionario y, sin embargo, es palabra oronda, redonda y con sonido a tambor y zarabanda.

Otras novedades son palabros abominables a los que no merece la pena dedicar atención porque ya a diario nos vemos obligados a flagelarnos con ellos.

Frente a los nacimientos, es muy triste constatar las pérdidas de palabras cuyo uso se extravía debido a no se sabe qué designio histórico o a qué atropello de la razón. Debería dedicarse en los periódicos una sección a recordarlas, una especie de obituario que muchos seguiríamos con lágrimas en los ojos o al menos llenos de nostalgia, aturdidos por una defunción cruel e inmerecida.

Pero antes de llegar al certificado final habría que anunciar la enfermedad de las palabras llamando a los ciudadanos a su curación por medio del masaje de su uso en el habla, de su empleo en un poema o en un relato. Se anunciaría que tal palabra tiene las constantes vitales muy bajas, que no fluye por ellas el adecuado riego, que tiene las cañerías averiadas por el desuso, que no presta el servicio a que estaba destinada ... Entonces, las personas sensibles dedicarían parte de su tiempo a atenderlas, a dar con ellas paseos higiénicos, a refrescarla en la memoria de las gentes aireándolas en un certamen, en una flor natural, en el editorial de un periódico de campanillas y por ahí consecutivo.

No sé por qué si hay acciones generosas como la de salvar a las focas o al urogallo no hay análogas iniciativas respecto de las palabras. Propongo pues anuncios en las camisetas, también pegatinas y emblemas en los coches destinados a preservar tal o cual palabra de su injusta extinción. En casos extremos habría que crear la UVI de las palabras y allí los cuidados consistirían en sacarlas en los telediarios y en repetirlas machaconamente en las escuelas o amigas (ya me ha salido una pobre palabra prácticamente muerta sin haber recibido el honor de funeral alguno).

¿Por qué quedó sepultada la preposición “cabe”? Con lo bonita que era: cabe el río, cabe la tumba de la amada, cabe el brezo en flor, cabe aquellas ruinas medievales etc. Las dejamos ir sin darnos cuenta, con un desagradecimiento profundo que es más condenable cuando de preposiciones se trata pues que ellas son puente, la pasarela por la que hacemos circular nuestros pensamientos o acciones, la cuerda que nos permite enlazar las oraciones y darles sentido, dignidad y prestancia.

Ahora puede ocurrir lo mismo con otra preposición: “sobre”. Desde que se ha generalizado el sobre
que contiene dinero procedente de negros negocios y de cuentas en Suiza, la desvalida preposición está sufriendo mucho, teme verse contaminada y que al final se la orille por su resonancia con la infamia mercantil y financiera.

Este es el momento de actuar y de convocar a la población para que la preposición no sufra: preciso es pues ponerla sobre todos nuestros pensamientos, estar siempre sobre ella, y acariciarla con su uso en la sobremesa. Por eso esta Sosería trata sobre ella.

sábado, 15 de junio de 2013

¿Hay lubinas civilizadas?

(Hace unas semanas La Nueva España me publicó esta Sosería).




En el pasado he escrito sobre lo sostenible que nos hemos vuelto todos y tal parece como si alguien hubiera lanzado el “sosteneos los unos a los otros como yo os sostengo a todos” y esto en una época en la que la sensación es justa la contraria, a saber, que vamos todos hacia abajo y que sostenernos, lo
que se dice sostenernos, nos sostenemos más bien poquito. En la misma abominable onda se halla lo solidario y así acudimos a banquetes y bailes solidarios, endilgamos o nos endilgan una conferencia solidaria o emprendemos una excursión solidaria. Hasta el “sobre” que se reparte en algunas alcantarillas de las instituciones públicas está al parecer inspirado en la máxima solidaridad. ¡Ay aquella época en la que la palabra “sobre” conservaba la dignidad intacta de una preposición! (sobre esto volveremos otro día).

Queda recordada así la proliferación de estos vocablos que podemos llamar vocablos-tabarra por lo mucho que aburren a las personas no acatarradas por las modas y los extranjerismos. Circula otro que está haciendo estragos: “inteligente”. Hasta ahora tal cualidad se predicaba de un talentudo que
descubría un microbio, patentaba un invento redentor, escribía un soneto o se hacía concejal sin haber perdido el tiempo en adquirir conocimiento alguno. La capacidad de resolver problemas de álgebra o la habilidad o destreza a la hora de afrontar una situación peliaguda también ha estado ligada a la inteligencia. Fuera de estas aplicaciones, a lo más que habíamos llegado era a asociar la inteligencia con los espías y agentes secretos y así hemos hablado de los servicios de inteligencia para denotar aquellas oficinas destinadas a conocer de un modo astuto y taimado los planes militares del enemigo o las hechuras de las señoritas con las que holgaba el primer ministro de una potencia extranjera. Las pantallas de los cines nos han entretenido mucho con este tipo de relatos ligados a la aventura.

Por último, la “inteligencia” de un país hacía referencia a esos aguafiestas que proliferan en todas las latitudes dedicados a amargar la vida del prójimo perpetrando ensayos y publicando librotes sombríos.

Todo esto es el pasado. Hoy las agencias de viajes nos ofrecen el turismo inteligente para disfrutar en una ciudad que asimismo es inteligente. Y es calificado de botarate sin remedio quien conduce un coche no inteligente. Hay, de otro lado, la comida inteligente como hay el ocio inteligente. Y la energía inteligente y el transporte inteligente que los políglotas por cierto, como personas que hacen gala de inteligencia, llaman “smart”.

En fin, otro adjetivo que se nos colado en nuestra cotidianidad es el de “salvaje”. También hasta hace
poco se consideraba tal al habitante de islas remotas a las que no habían llegado los misioneros y por animal salvaje se tenía al no domesticado siendo las fieras de la selva el ejemplo más a mano. Hoy, por el contrario, el camarero que nos atiende en el restaurante -inteligente- nos ofrece una lubina “salvaje” aunque en ella lo único nuevo que advirtamos sea el precio, que nos parece, ese sí, una salvajada.

Y así vamos tejiendo nuestras vidas: sin mucho acierto pero con lo sostenible, lo solidario, lo inteligente y lo salvaje al hombro. Henchidos todos de tópicos.



miércoles, 5 de junio de 2013

Europa: el gigante encadenado

(Ayer me publicó el periodico El Mundo este artículo). 





El hecho de que el momento que Europa vive sea preocupante es el adecuado caldo de cultivo para que -en algunos de sus países- proliferen ensayos firmados por observadores con buena pluma y entendederas aptas para tejer argumentos y arriesgar propuestas. O por actores que se hallan en medio del tráfico de las instituciones europeas pero que saben alzar la mirada por encima de las bardas de sus respectivos cometidos. Se agradecen estos esfuerzos porque tratan de poner  sordina a  las atropelladas descalificaciones o los mal intencionados dicterios de tanto bucéfalo como anda suelto.

Es el caso del libro que acaba de publicar Martin Schulz y que ha titulado “Der gefesselte
Riese. Europas letzte Chance” y cuya traducción sería: “El gigante encadenado. Última oportunidad para Europa”. Schulz es persona que lleva en el cuerpo varias legislaturas en Estrasburgo como diputado y, en la actualidad, ocupa la presidencia de la Cámara europea. Hombre combativo, es criticado y al tiempo respetado porque sus convicciones las expresa sin muchos dengues diplomáticos.

Confiesa Schulz que de joven había soñado, como final de la integración europea, con unos “Estados Unidos” de Europa, es decir, con un Estado federal que recogiera la tradición y las enseñanzas de los de América. Pero con los años ha podido constatar la fuerza de las identidades nacionales y por ello no puede concebir que un día dejemos de considerarnos alemanes, polacos, españoles ... Ni falta que hace -razona Schulz- porque nuestra diversidad y nuestras específicas experiencias constituyen una hacienda que sería absurdo destruir. Por ello el Estado nacional no corre el peligro de disolverse ni tampoco las identidades nacionales se van a mezclar configurando una identidad europea. Una realidad esta que, empero, no excluye que existan “intereses” comunes, intereses que exceden el ámbito de nuestros territorios tradicionales, y que están presentes y se nos enredan entre nuestros cuerpos y nuestras sombras como un imperativo de la razón mientras que las identidades son ante todo llamas que engendra el fuego de la emoción. 

De ahí que apueste por la configuración de Europa como una Federación de Estados en la línea que defiende la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán. Pues nosotros, como europeos, no seguimos unidos por puro entusiasmo sino por un ejercicio de la inteligencia a la que mueve la existencia de esos citados intereses comunes. Si, históricamente, Europa se forma como respuesta a las necesidades de paz tras la batahola desencadenada por “el cabo austriaco”, hoy, si avanzamos juntos, es porque sabemos de muy buena tinta que ya ninguno de los Estados nacionales que la Historia ha dejado como estela es capaz de proyectar señal inquietante alguna en el escenario de un mundo radicalmente nuevo. Solo nuestra unión nos permite disponer de instrumentos aptos para conformar la realidad pues, aunque con quinientos millones de habitantes y con el mayor mercado interior del mundo somos una entidad política impresionante, seguimos siendo pequeños si tomamos los cinco continentes como medida.

Tenemos pues un artefacto importante entre manos que son las instituciones europeas. Hay quien quiere destruirlas como el insensato que quema los muebles del palacio para calentarse las manos y hay quien quiere simplemente dejarlas como están. Schulz está por renovarlas con decisión corrigiendo los defectos pero manteniendo sus muchos elementos positivos. No se trata de querer “más Europa” sino de esforzarnos por definir qué Europa concreta queremos en ámbitos como la economía, el comercio, la moneda, la protección ambiental y las políticas exterior y migratoria.

Un socialdemócrata convencido como es Schulz proyecta en su libro sobre todas estas cuestiones sus particulares preferencias ideológicas. A mí personalmente me convencen bastante pero no es este lugar para abordar tal debate. Lo que me interesa más es airear las propuestas organizativas concretas que ofrece quien atesora una larga experiencia como lidiador en el ruedo bruselense.

En tal sentido, propone el refuerzo de las instituciones comunes de la Unión, a saber y sobre todo, del Parlamento y de la Comisión (yo añadiría un recuerdo para el Tribunal). La Comisión debe ser el Gobierno europeo y su presidente debe salir del debate propio de las elecciones europeas y sus resultados. En las próximas de 2014, las grandes familias políticas -y las demás opciones que quisieran unirse a ellas- presentarían sus candidatos a la presidencia de la Comisión con un programa determinado. Con ello, la influencia de los jefes de Estado y de Gobierno a la hora de nominar al candidato a la presidencia de la Comisión se desvanecería. Y ello tendría otro
efecto: habría alternativas ideológicas y así podríamos aclararnos todos sobre qué Europa concreta quieren unos y otros. El Parlamento elegiría y el Parlamento podría cesar a ese presidente de la Comisión, quien ya no dependería de quienes ostentan el mando en los Estados nacionales. Se lograría así además algo que no existe en la actualidad y es la configuración de un Gobierno y una oposición, lo cual es muy importante pues buena parte de la población tiene lo que me atrevo a llamar mentalidad de espectador de fútbol y quiere ver enfrentamientos para seguir la función.

En este escenario, el Parlamento no solo tendría las muchas atribuciones con que ya hoy cuenta, como advertimos los parlamentarios a la hora de votar cientos y cientos de cuestiones enrevesadas, sino que se le atribuiría el derecho a presentar iniciativas legislativas, como es usual en los parlamentos nacionales.

Por su parte, los intereses de los Estados quedarían representados en una segunda cámara, compuesta por los representantes de los Gobiernos de los Estados miembros, lo que no sería sino la reproducción a escala europea de la estructura propia de Estados federales que llevan muchos años funcionando con desenvoltura.

Algunas de estas reformas pueden introducirse sin alterar los Tratados. Las que exigieran su modificación deberían llevarse a una Convención en la que estuvieran presentes las instituciones europeas y las nacionales más las organizaciones representativas de intereses culturales, sociales, etc. Aquellos países que no ratificaran el nuevo Tratado se verían obligados a abandonar automáticamente la Unión porque “no podemos permitirnos que un texto elaborado con una amplia participación descarrile por el veto ejercido desde un Estado”. Esta previsión es muy importante pues forzaría a debatir con seriedad entre los ciudadanos quienes acabarían por tener una cabal visión de lo que significa estar o no estar en la Unión.

Hay decenas de observaciones fecundas en el libro de Schulz (que alguien se debería animar a traducir), entre ellas las dedicadas a la división de poderes en el seno de la Unión y a la relevancia de nuestros lazos culturales que han de ser grapa de luz y grapa de saber. Todas ellas están destinadas a “liberar” al gigante encadenado que, a su juicio, es hoy Europa. 

O, dicho de otro modo: a salir de las vagas fábulas de la demagogia para escribir el relato lúcido de una Europa renovada que se beba las lágrimas del desencanto.

domingo, 2 de junio de 2013

La artrosis, nuestra divisa


Hace años, cuando nació la oveja Dolly, todo eran parabienes en el mundo científico porque se había
logrado clonar un ovino, una experiencia de la que no podían derivarse sino las mejores venturas. El caso era realmente espectacular y se inscribía en el ámbito de los grandes adelantos que debían vivirse en el siglo XXI. En consecuencia, todo el mundo seguía con atención la evolución de la ovejita, su primer diente, la primera comunión, las notas que sacaba en el BUP, es más, las personas propensas a la ensoñación se daban a imaginar ya su primer novio, el traje de boda, los cuernos que pondría, su divorcio, sus nuevos ligues... Dolly era así motivo de conversación fecunda, bien parecida a la que tiene como referencia a uno de esos condes fosforescentes que tanto abundan o a un príncipe de rijo desgobernado o a una cantante de adelantadas tetas y de piel olorosa como una pera en sazón.


En aquel entonces, yo, que tiendo a la melancolía y a hacerme preguntas inquietantes para poder dar adecuada respuesta a mis lectores, me decía: “todo eso está muy bien, Dolly es una criatura excepcional, su educación, en la medida en que no ha sido organizada por el ministerio español del ramo, es extraordinaria, pero, vayamos a lo importante: ¿mantendrá Dolly sus articulaciones indemnes o, por el contrario, tendrá artritis? Y si la tiene ¿cuándo podrá blasonar de ella? ¿en avanzada edad o de joven?”. Estas cogitaciones me venían a la mente porque la divisa que nos distingue a las personas con principios es justamente nuestra comunión en la artritis, resumen de Baroja escribió un largo centenar de novelas pero ya es más desconocido que, como poeta, escribió la “canción de los artríticos”, que es nuestro himno, nuestra marsellesa particular, nuestro magnífico magnificat. Y así cantamos todas las mañanas, con don Pío, “nuestra elegancia es cosa bien manifiesta / nuestra presencia nunca es molesta ... no pueden compararse con los artríticos / los gafos ulcerosos o sifilíticos / somos productos natos de selección / que vamos por la vida con distinción”.


Se comprenderá la alegría que en todos nosotros, artríticos del mundo entero unidos en nuestra común devoción, observantes de la misma disciplina, produjo también la noticia de que la simpática ovejita Dolly proclamó la condición gozosa de artítrica. Alojada además en lugares de verdadero tronío, en la pata trasera izquierda, en la cadera y en la rodilla: ¡ahí es nada...! Los mejores enclaves, los más codiciados. Y es que para quienes pensamos que la vida no alcanza su plenitud sino con la artritis, que la juventud no es más que una sucinta etapa de preparación para la artrosis gloriosa y profusa, el hecho de saber que durante un tiempo Dolly estuvo integrada en nuestro club de privilegiados no fue sino un gran motivo de satisfacción, henchida y reboronda.

Los grandes de la Humanidad han sido artríticos o gotosos que son los parientes cercanos más queridos. Ha habido una edad media de la artrosis, como ha habido un renacimiento, un barroco, una Ilustración. El siglo de las Luces fue espléndido en artríticos gloriosos, si Rousseau herborizaba con Madame de Warens era precisamente para encontrar las hierbas propicias a la artritis, y lo mismo Diderot o Voltaire, artríticos antes que enciclopedistas. Baudelaire se perdía en sus paraísos a la
búsqueda precisamente de su artritismo, que se le resistía. Si las naciones europeas buscaron desesperadamente en el siglo XIX su unidad, así Italia o Alemania, fue precisamente para mejor enlazar a sus artríticos, desperdigados en un sinnúmero de pequeños feudos, lo que les hacía perder sus mejores potencialidades. En España, no lucharon los isabelinos contra los carlistas sino los artríticos contra quienes no lo eran porque se pasaban la vida en el monte, al aire libre, cantando el Oriamendi.

Hoy es claro que la distinción del artritismo solo la podemos disfrutar los dandis, los epicúreos, los decadentes con esplín. Es decir, los sentimentales que escribimos artículos sobre nuestras articulaciones.