miércoles, 31 de julio de 2013

Política y Tribunal Constitucional

(Hace algunos días me publicó el periódico El Mundo este artículo).



La polémica ha saltado hace unos días al conocerse que el presidente del Tribunal Constitucional es o ha sido afiliado a un determinado partido político. Ello ha motivado una reunión extraordinaria de los magistrados que han respaldado por unanimidad a su jefe de filas alegando razones de interpretación de las normas pero probablemente también repasando mentalmente (algunos de ellos) su propia biografía.

La politización de la justicia constitucional es asunto ligado a su propio nacimiento. Quien la inventa
en el siglo XX (precedentes los hubo en el XIX) fue el imaginativo jurista austriaco Hans Kelsen cuyas simpatías socialdemócratas y su admiración por Ferdinand Lassalle eran conocidas por todo el mundo. Nombrado tras la primera guerra mundial magistrado vitalicio del recién creado Tribunal Constitucional fue sin embargo desposeído de su cargo por su postura en los pleitos referidos a la disolución del matrimonio, a la sazón, indisoluble en Austria. La Iglesia desata una campaña contra él, el Gobierno social-cristiano decide una reforma del nombramiento de los magistrados que los socialistas apoyan presionados por la amenaza de perder poder en su feudo vienés. A cambio estos obtienen dos puestos de los catorce en el nuevo Tribunal. A Kelsen se le ofrece uno de ellos pero se niega a ser magistrado “de un partido político” y además reprochó a los socialistas haberse prestado a un juego sucio y peligroso. A partir de ahí Kelsen, en medio de ataques feroces, decide abandonar Austria y acepta una cátedra que le ofrecen desde Alemania. En una Alemania que está a punto de tener como canciller a un tal Adolf Hitler ... De allí pasará a Suiza y después a los Estados Unidos donde morirá a edad muy avanzada.

Este precedente austriaco es el que tienen en mente los juristas alemanes que diseñan su propio Tribunal Constitucional al finalizar la segunda guerra mundial. Y es el que tienen asimismo como referencia los juristas españoles que dieron a luz a nuestro Tribunal Constitucional cuando iniciamos nuestra andadura democrática.

Karlsruhe -lugar donde se encuentra la sede del Tribunal Constitucional alemán- es hoy, para el Estado de derecho alemán, un lugar de culto, un lugar donde se administra la gracia. Sus jueces son, para quienes buscan el Derecho, algo así como los santos tutelares a quienes se pide protección. Su prestigio es inmenso y ha servido de modelo no solo para España sino para casi todos los tribunales constitucionales que se han constituido por aquí y por allá. El ejemplo de los países del Este es muy significativo. Como ejemplo baste decir que la sesión constitutiva del Tribunal constitucional de Sudáfrica se celebró en la sede alemana de Karlsruhe.

Lo interesante sin embargo es destacar ahora que muchos de sus miembros, desde su puesta en marcha, a principios de los años cincuenta, han procedido claramente de la política y han mantenido su afiliación política. Permítaseme la pequeña vanidad de citar mi libro (de inminente publicación) “Juristas y enseñanzas alemanas (I) 1945-1975. Con lecciones para la España actual” donde expongo en muchas páginas la peripecia de este Tribunal extrayendo enseñanzas para nuestro medio.

Porque, si bien es verdad que el alemán es un tribunal de juristas que ha regalado y regala muchas horas de gloria al noble arte de juzgar y razonar lo juzgado, lo cierto es que nadie ha negado nunca ni niega su carácter político. Michael Stolleis, el gran estudioso de la historia del derecho público alemán (a quien mi libro está dedicado), lo resume bien: “los elementos políticos de su práctica, que se conocen desde los inicios, son considerados necesarios”. Y Heribert Prantl, en una obra dirigida por el propio Stolleis, señala que “en verdad las sentencias del Tribunal son política, exactamente política constitucional, la que ha querido expresamente la Ley Fundamental ... sobre los fines y los medios deciden los políticos. Si el camino emprendido es transitable o si la Ley Fundamental lo cierra es algo que deciden los jueces. ¿Es esto política? Naturalmente que es política pues quien decide qué es lo que puede y lo que no puede hacer la política, está haciendo política ...”. Es por lo demás un lugar común afirmar que el procedimiento ante el Tribunal se convierte, en la lucha entre los partidos, en una cuarta lectura de las leyes.

Su primer presidente fue Höpker-Aschoff, un político que había sido diputado en el Parlamento de Prusia y en el Parlamento del Reich así como ministro de Finanzas en Prusia antes de 1932. Durante el adolfato se esconde donde puede y tras la guerra es uno de los fundadores del partido liberal y de nuevo ministro de Finanzas, ahora en el recién creado Land de Renania del Norte-Westfalia. El segundo personaje en esta hora fundacional (Rudolf Katz) es asimismo un político de la democracia cristiana que se había visto obligado a abandonar Alemania y había vivido en el extranjero. Era ministro del Land de Schleswig-Holstein cuando fue elegido magistrado.

Otro presidente fue Gebhard Müller (su antecesor murió de forma repentina) que cometió su pecado nazi, luego en la democracia-cristiana, diputado y presidente de un Land antes de ir a Karlsruhe. Ocupó su poltrona durante trece años y era conocido su activismo en asociaciones católicas. Le sucedió Ernst Benda quien, tras la guerra, se afilia a la CDU donde destaca y asciende rápido en su organigrama. En 1971 lo vemos ya de presidente del Tribunal y se estrena en su cargo afirmando públicamente que “yo soy y seguiré siendo militante de la CDU, decir otra cosa sería una hipocresía”.

Y así podríamos seguir desgranando nombres socialdemócratas que vistieron la toga roja (formalidad que vendría años después) procedentes directamente de cargos políticos. Hay un momento en el que Adenauer, en la tribuna de canciller en el Bundestag, dijo que “de los veinitrés jueces, nueve son militantes socialdemócratas del SPD, dos o tres de la democracia cristiana CDU -¡dos! le corrige un diputado-, uno, de las filas liberales, FDP”.

Siguiendo con este recuento puede decirse que, desde 1951 a 2000, el 28,5% de los jueces han sido -y lo siguen siendo durante su mandato- militantes con carné de la democracia cristiana; el 34,2% de los socialdemócratas y el 3,4% han pertenecido a los liberales.

El catedrático de Derecho público Roman Herzog que fue presidente del Tribunal, había ejercido varios cargos de ministro y, a la salida del Tribunal, fue presidente de la República Federal de Alemania, ha puesto de manifiesto en sus Memorias (Jahre der Politik. Die Erinnerungen, 2007) su sensibilidad ante las críticas que el Tribunal recibe pues dudas acerca del comportamiento de los jueces e incluso acusaciones abiertas de parcialidad no han faltado en su historia. La distinción entre conservadores y progresistas, que se usa en España, también existe en Alemania y se hace sobre la base de los colores rojo y negro (como en las peripecias de Julián Sorel en la novela de Stendhal).

El hecho de que el nombramiento provenga directamente de los partidos justifica el recelo descrito por Herzog y, por supuesto, ocasiones ha habido en que las decisiones tomadas han venido muy bien al gobierno de turno o a la oposición y en ellas han tenido un influjo determinante tal o cual juez. Pero una “coloración única” no existe como regla. Dicho en términos numéricos, y teniendo en cuenta que en cada Senado (Sala) se sientan hoy ocho jueces, una votación cuatro-cuatro en función de la procedencia partidaria de los jueces apenas se da, lo normal es que se produzcan “mezclas”.

Ello se debe a que los jueces necesitan para ser elegidos una mayoría amplia, lo que es una garantía de su independencia aunque no es transparente el proceso de selección porque las negociaciones no se hacen a la luz del día.  Una segunda garantía para la neutralidad del TC la asegura la no reelección de los jueces: se les elige con un límite de edad y un periodo determinado -doce años- pensados en interés de la continuidad de los trabajos del tribunal. Para el juez suele ser la culminación de una carrera. En estas condiciones, ha de pensar en su “necrológica” y sabe que lo que de él quedará es aquello que haya hecho como magistrado. Si es cierto que no gusta ingresar en la historia como un juez partidista, cada cual se esfuerza en comportarse de tal modo que nadie pueda dirigirle con fundamento una acusación tan grosera.

Pero Herzog admite que todos estos razonamientos no son creídos por los medios de comunicación, especialmente por los que se ocupan de las sesiones y decisiones del tribunal, medios que cultivan una especie de “astrología judicial” que sirve para predecir cuál va a ser el contenido de una sentencia. Y añade: “debo admitir que algunas veces sus profecías se cumplen”. Pero con la misma regularidad yerran en otras ocasiones. Y es que, por encima del tribunal, no hay más “que el cielo azul o Dios” -según se prefiera- pues sus decisiones no pueden ser corregidas más que por el poder constituyente y esto por lo general no ocurre. Por ello, por la importancia de lo que se decide en esa última instancia, sus sentencias están razonadas y fundadas hasta el último detalle. Que esto no es una garantía en términos absolutos, por supuesto, pero es que tales garantías no pueden darse en el trabajo de los hombres. “Es, en todo caso, la mejor garantía de entre las posibles”.

Una última consideración. En Alemania siempre se tuvo muy claro que los jueces constitucionales
habrían de desarrollar su labor lejos del poder, es decir, lejos de Bonn. Berlín no era mal sitio, por Colonia abogaba el propio Adenauer pues era “su” ciudad, pero no pudo imponer su criterio y al final se optó por Karlsruhe que era también la sede de otro importante Tribunal a cuya hospitalidad se acogió hasta que pudo disponer de edificio propio en las inmediaciones del palacio del Gran Duque de Baden.

¿Es impertinente reflexionar en nuestra España atribulada sobre esta experiencia?

viernes, 19 de julio de 2013

El grito

(Hace unos días me publicó La Nueva España esta Sosería).




Anda por alguna exposición importante el famoso cuadro del pintor noruego Edvard Munch “el grito” que sigue causando pasmo y ha dado lugar a polémicas variadas, una de ellas en torno a la pregunta de cómo se puede pintar un grito.

La respuesta es bastante simple: como se pinta la alegría o la cólera o la envidia o los
celos. O el canto de las campanas o el mugido del toro. En eso consiste el arte pictórico. El gesto de la reina María Luisa en el cuadro que Goya dedicó a la familia de Carlos IV es más elocuente que si esta mujer hubiera dejado un relato en el que nos contara su vida, sus afanes, sus temores y sus miserias.

En el caso del grito de Munch, y teniendo en cuenta la personalidad del autor y el contexto del paisaje, todo parece indicar que se trata de un grito de horror ante algo que de pronto ve el paseante por el puente.

Pero el grito es proteico y bien podría pintarse -quien tenga habilidades para ello- el grito de asombro, el de dolor, o el grito ante la injusticia o el que reclama atención o el de alegría que también es usual. Puede ser igualmente el grito un reto o el “evohé” con el que las bacantes convocaban al dios Baco. También un insulto descomulgado o un piropo (cuando -como ocurre hoy- los piropos no se llevan por miedo a incurrir en incorrecciones imperdonables).

Ante su sonido turbador nos preguntamos, yo al menos me pregunto: ¿hasta dónde llega el grito? ¿hasta el cielo como se expresa en el dicho popular? ¿trepa por las montañas y se enreda entre los árboles o puede atravesarlas sin emplear esfuerzo alguno? ¿es algo fugaz o, por el contrario, tiene vocación de estabilidad y para no extinguirse se agarra a las
laderas de las montañas o de los acantilados bravos? Y ya que hablamos de acantilados ¿qué parentesco tiene con el ronquido de las olas? ¿no será ese ronquido el grito que las olas emiten pidiendo amparo ante su inevitable desvanecimiento? Y lo mismo ocurre con el ciclón o el tornado ¿no son estos desafueros destructores el grito de una naturaleza que demanda cuidados ante las desatenciones que con ella tenemos?   


De otro lado ¿tiene color el grito? ¿hay el grito azul, el rojo, el amarillo y por ahí seguido con la paleta del pintor en la mano? Algún narrador importante ha escrito sobre el grito de la tortuga, ella tan apacible y de la que nunca podríamos sospechar que diera una voz más alta que otra. 

Y por cierto: ¿por qué se grita en el campo de fútbol y no se grita en los cementerios?

Como se ve, todo un rimero de preguntas que cada cual puede contestar a su manera. Y hacerlo, si lo desea, a voz en grito.

Si yo fuera pintor llevaría al lienzo a dos parientes cercanos del grito que son el eco y el susurro. Al eco le dedicaría un cuadro de gran formato para que pudiera oírse  con holgura. Y al susurro uno pequeño donde quedara reflejada la voz de cristal que lo emite.

Y para ganar fama imperecedera pintaría el más moderno y más molesto de cuantos hoy se padecen: el de la señora que tenemos al lado en el tren cuando, a través del móvil, informa a su interlocutor del estado del tiempo y le prescribe el momento en que deben sacarse las croquetas del congelador. A gritos.


 

miércoles, 10 de julio de 2013

El "perpetuum mobile" de la reforma administrativa



(Ayer nos publicó el periódico El Mundo esta tribuna).


Para quienes somos profesionales de estos achaques jurídicos la reforma de la Administración es una suerte de “perpetuum mobile” que, como se sabe, es una pieza de música que encadena su principio y su fin de forma que se puede reiterar indefinidamente. Muchas veces tiene carácter humorístico como ocurre con el conocidísimo de Johann Strauss hijo que se oye invariablemente en los conciertos de Año Nuevo.

La reforma administrativa que ahora se nos anuncia participa de este aire musical aunque carece lógicamente del sentido del humor. Porque estamos ante un asunto serio en el que es arriesgado entrar al vernos obligados a opinar entre quienes desean arrasar y dejar a las Administraciones públicas “in puris naturalibus” y quienes pretenden dejarlo todo como está. Entre estos últimos los hay que invocan incluso esencias “de identidad” de los pueblos. Tal es el caso de los partidos nacionalistas, proclives ellos a la errática hipérbole.  

Hace bien el Gobierno en tomarse la molestia de intentar su reforma administrativa porque, en esta coyuntura, existe una guerra librada contra el déficit público y una de sus batallas tiene como escenario la Administración pública. Ahora bien, conviene no acelerarse y hacer una pira atropellada con el aparato administrativo para ofrecerlo en sacrificio a la diosa del déficit.

Vayamos pues por partes. Las sociedades, fundaciones, consorcios o agencias no nacieron por capricho sino que tienen una justificación: la conveniencia de separar un patrimonio para la mejor prestación de un servicio público. Lo que carece de justificación es su abrumadora procreación cuando incrementan de forma desmedida los costes, cuando multiplican cargos directivos con sus secuelas clientelares y cuando el personal debe su ingreso, no a pruebas públicas, sino al dedo mirífico de un pariente propicio o de un compañero de partido o sindicato. Es bien cierto que, si estamos donde estamos, es porque la patología de estas sociedades ha contribuido al despilfarro y, lo que es muy grave, a una pérdida del control democrático, especialmente en las Administraciones locales. Es decir, que a base de invocar la eficiencia, nos hemos dejado en la gatera los pelos de sacrosantos principios constitucionales.

Todo lo que se haga por tanto para corregir estos vicios -que el Gobierno ha detectado adecuadamente- estará en la buena dirección.

En tal sentido, aplicar el cauterio a organizaciones que duplican e incrementan de manera desaforada el gasto y, lo que es peor, fragmentan la protección y defensa de los derechos de los ciudadanos y empresarios, es correcto. Podemos invocar muchos ejemplos: los tribunales de defensa de la competencia cuando estamos en un mercado único; las agencias de protección de datos que en rigor disminuyen la protección y enmarañan los datos; las juntas consultivas de contratación que mantienen registros de empresas clasificadas cuando el registro debe ser único para no incrementar los costes a los empresarios. Lo mismo ocurre con cientos de observatorios que han crecido como las setas tras las lluvias otoñales o los servicios meteorológicos y qué decir de las agencias autonómicas de evaluación del profesorado universitario que es lo menos universitario y lo más pueblerino que el ingenio humano ha podido concebir. Aunque, en este último caso, el veneno viene de la creación de una Agencia nacional de evaluación de la calidad y la acreditación que ha actuado, como hemos denunciado los especialistas, al margen de los principios constitucionales.

Sin embargo, las organizaciones ligadas al mundo de la cultura como los teatros, los orfeones, las orquestas, los auditorios, etc deberían mantenerse pues todo esfuerzo para elevar el nivel cultural y la sensibilidad artística de los españoles siempre será escaso. Precisamente por estas razones deben desaparecer cuantos antes las televisiones autonómicas.

Los órganos de control como los tribunales de cuentas, consejos consultivos y defensores del pueblo están en la picota por el coste que su creación y su funcionamiento han supuesto ya que han multiplicado cargos de confianza y personal no seleccionado por procedimientos de competencia pública y se han instalado con frecuencia en sedes dispendiosas.

Ahora bien, nos importa mucho precisar las diferencias entre ellos. En tal sentido lo que se ha hecho en Asturias al suprimir el defensor del pueblo y atribuir sus competencias a una comisión parlamentaria es una opción razonable.

Respecto de los consejos consultivos conviene decir que sus atribuciones no implican sin más duplicidad con del Consejo de Estado. El asesoramiento legal al ejercicio de la potestad reglamentaria de los Consejos de Gobierno es correcto. Más dudosa es la tramitación de las abundantes reclamaciones de responsabilidad patrimonial que presentan los ciudadanos cuando sus cuantías son reducidas. Y debería haber una competencia nueva a atribuir a estos consejos consultivos: la elaboración de dictámenes preceptivos y no vinculantes con carácter previo a la aprobación de las Ordenanzas locales. Esta función daría una dimensión renovada, más ajustada a las exigencias del tráfico jurídico, de la autonomía local.

En cuanto a los tribunales de cuentas, sorprende que cuando es indispensable reforzar la fiscalización de los fondos públicos, se defienda su supresión. Hay que decirlo claro: los tribunales autonómicos de cuentas, allí donde existen, no suponen duplicidad alguna con el de idéntico nombre del Estado pues sus atribuciones se encaminan a la fiscalización de la Administración autonómica y de las entidades locales. Pretender que se creen secciones nuevas en el Tribunal de Cuentas de Madrid es un simple cambio de escenario que carece de la hermosura de los teatrales. No se olvide que este Tribunal de Cuentas soporta ya un ingente volumen de trabajo y que, por ejemplo, este año 2013 está aprobando informes de fiscalización de los ejercicios 2008 y 2009.


Resta por hacer una última consideración. El Gobierno cuenta con instrumentos para llevar a término sus proyectos y, entre ellos, no es el menor el que aportan la competencia básica para establecer el régimen jurídico de las Administraciones y la ley de Estabilidad presupuestaria. Pero, más allá de enarbolar como amenaza los preceptos legales, dispone del cauce político pues ¿para qué sirve el hecho de que la mayoría de las Comunidades autónomas se hallen gobernadas por las mismas siglas? Tanto poder político no puede ofrecer las hechuras de un vidrio quebrado.


Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes.