(Ayer nos publicó el periódico El Mundo esta tribuna).
Para quienes somos profesionales de estos achaques jurídicos la reforma de la Administración es una suerte de “perpetuum mobile” que, como se sabe, es una pieza de música que encadena su principio y su fin de forma que se puede reiterar indefinidamente. Muchas veces tiene carácter humorístico como ocurre con el conocidísimo de Johann Strauss hijo que se oye invariablemente en los conciertos de Año Nuevo.
La reforma administrativa que ahora se nos anuncia
participa de este aire musical aunque carece lógicamente del sentido del humor.
Porque estamos ante un asunto serio en el que es arriesgado entrar al vernos
obligados a opinar entre quienes desean arrasar y dejar a las Administraciones
públicas “in puris naturalibus” y quienes pretenden dejarlo todo como está.
Entre estos últimos los hay que invocan incluso esencias “de identidad” de los
pueblos. Tal es el caso de los partidos nacionalistas, proclives ellos a la
errática hipérbole.
Hace bien el Gobierno en tomarse la molestia de
intentar su reforma administrativa porque, en esta coyuntura, existe una guerra
librada contra el déficit público y una de sus batallas tiene como escenario la
Administración pública. Ahora bien, conviene no acelerarse y hacer una pira
atropellada con el aparato administrativo para ofrecerlo en sacrificio a la
diosa del déficit.
Vayamos pues por partes. Las sociedades,
fundaciones, consorcios o agencias no nacieron por capricho sino que tienen una
justificación: la conveniencia de separar un patrimonio para la mejor
prestación de un servicio público. Lo que carece de justificación es su
abrumadora procreación cuando incrementan de forma desmedida los costes, cuando
multiplican cargos directivos con sus secuelas clientelares y cuando el
personal debe su ingreso, no a pruebas públicas, sino al dedo mirífico de un
pariente propicio o de un compañero de partido o sindicato. Es bien cierto que,
si estamos donde estamos, es porque la patología de estas sociedades ha
contribuido al despilfarro y, lo que es muy grave, a una pérdida del control
democrático, especialmente en las Administraciones locales. Es decir, que a
base de invocar la eficiencia, nos hemos dejado en la gatera los pelos de sacrosantos
principios constitucionales.
Todo lo que se haga por tanto para corregir estos
vicios -que el Gobierno ha detectado adecuadamente- estará en la buena
dirección.
En tal sentido, aplicar el cauterio a organizaciones
que duplican e incrementan de manera desaforada el gasto y, lo que es peor,
fragmentan la protección y defensa de los derechos de los ciudadanos y
empresarios, es correcto. Podemos invocar muchos ejemplos: los tribunales de
defensa de la competencia cuando estamos en un mercado único; las agencias de
protección de datos que en rigor disminuyen la protección y enmarañan los
datos; las juntas consultivas de contratación que mantienen registros de
empresas clasificadas cuando el registro debe ser único para no incrementar los
costes a los empresarios. Lo mismo ocurre con cientos de observatorios que han
crecido como las setas tras las lluvias otoñales o los servicios meteorológicos
y qué decir de las agencias autonómicas de evaluación del profesorado
universitario que es lo menos universitario y lo más pueblerino que el ingenio
humano ha podido concebir. Aunque, en este último caso, el veneno viene de la
creación de una Agencia nacional de evaluación de la calidad y la acreditación
que ha actuado, como hemos denunciado los especialistas, al margen de los
principios constitucionales.
Sin embargo, las organizaciones ligadas al mundo de
la cultura como los teatros, los orfeones, las orquestas, los auditorios, etc
deberían mantenerse pues todo esfuerzo para elevar el nivel cultural y la sensibilidad
artística de los españoles siempre será escaso. Precisamente por estas razones
deben desaparecer cuantos antes las televisiones autonómicas.
Los órganos de control como los tribunales de
cuentas, consejos consultivos y defensores del pueblo están en la picota por el
coste que su creación y su funcionamiento han supuesto ya que han multiplicado
cargos de confianza y personal no seleccionado por procedimientos de
competencia pública y se han instalado con frecuencia en sedes dispendiosas.
Ahora bien, nos importa mucho precisar las
diferencias entre ellos. En tal sentido lo que se ha hecho en Asturias al
suprimir el defensor del pueblo y atribuir sus competencias a una comisión
parlamentaria es una opción razonable.
Respecto de los consejos consultivos conviene decir
que sus atribuciones no implican sin más duplicidad con del Consejo de Estado.
El asesoramiento legal al ejercicio de la potestad reglamentaria de los
Consejos de Gobierno es correcto. Más dudosa es la tramitación de las
abundantes reclamaciones de responsabilidad patrimonial que presentan los
ciudadanos cuando sus cuantías son reducidas. Y debería haber una competencia
nueva a atribuir a estos consejos consultivos: la elaboración de dictámenes
preceptivos y no vinculantes con carácter previo a la aprobación de las
Ordenanzas locales. Esta función daría una dimensión renovada, más ajustada a
las exigencias del tráfico jurídico, de la autonomía local.
En cuanto a los tribunales de cuentas, sorprende que
cuando es indispensable reforzar la fiscalización de los fondos públicos, se
defienda su supresión. Hay que decirlo claro: los tribunales autonómicos de
cuentas, allí donde existen, no suponen duplicidad alguna con el de idéntico
nombre del Estado pues sus atribuciones se encaminan a la fiscalización de la
Administración autonómica y de las entidades locales. Pretender que se creen
secciones nuevas en el Tribunal de Cuentas de Madrid es un simple cambio de
escenario que carece de la hermosura de los teatrales. No se olvide que este
Tribunal de Cuentas soporta ya un ingente volumen de trabajo y que, por
ejemplo, este año 2013 está aprobando informes de fiscalización de los
ejercicios 2008 y 2009.
Resta por hacer una última consideración. El
Gobierno cuenta con instrumentos para llevar a término sus proyectos y, entre
ellos, no es el menor el que aportan la competencia básica para establecer el
régimen jurídico de las Administraciones y la ley de Estabilidad
presupuestaria. Pero, más allá de enarbolar como amenaza los preceptos legales,
dispone del cauce político pues ¿para qué sirve el hecho de que la mayoría de
las Comunidades autónomas se hallen gobernadas por las mismas siglas? Tanto
poder político no puede ofrecer las hechuras de un vidrio quebrado.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes.
-¿A ver que reforma hacéis no me vayáis a quitar el puesto?.
ResponderEliminar-¿Qué puesto tienes?.
-Ojeador de aves rapaces.
-Pues ése lo vamos a quitar.
-Y ¿dónde me vais a poner?.
-De patitas en la calle.
-Eso no puede ser que cuento lo que sé.
-Bueno te parece bien el puesto de ojeador a secas.
-Cobraré lo mismo ¿no?.
-Sí.
-Pues vale.