domingo, 8 de diciembre de 2013

¿Jóvenes desventuradas?


 
¿Es España un país avinagrado? Difícil contestar en términos generales porque de todo hay entre nosotros: quien se cabrea con rapidez, quien asume mansamente y con la sonrisa en los labios los mayores dislates. Para empezar a deslindar, habría que distinguir entre el peatón y el conductor de un coche. Aquél suele ser educado, saluda a los vecinos, desea los buenos días y hasta hace poco echaba un piropo a una joven lozana, lo que hoy está rigurosamente prohibido por esas Ordenanzas que han puesto en vigor autoridades tan inflexibles como anónimas.

Ahora bien, ese mismo paisano, en cuanto conductor, se trueca en un ser de malos modales pronto al insulto y aun a la gesticulación soez. Cómo y por qué se produce esa transformación es misterio al alcance tan solo de psicólogos muy estudiados.

Porque no es el viaje ni el hecho de estarnos trasladando de un punto a otro el origen de nuestro cambio de conducta. Y ahí está para demostrarlo el viajero de ascensor a quien podemos catalogar como el ser más educado de nuestro entorno:  abre la puerta, cede el paso, oprime gentil el botón, se despide etc. El ascensor es así un habitáculo de efectos contrarios a los del coche: un lugar que acoge la más pulida urbanidad y donde nos hisopeamos mutuamente las mejores encomiendas.

Quedamos pues en que nuestros compatriotas a veces exhiben buena crianza y otras, ay, modales desabridos o esquivos. A veces nos topamos con seres sonrientes, otras con personas que gastan cara de acelga, verdura a la que se atribuye -con injustificado apresuramiento- una gravedad fúnebre y espesa.

Donde no hay posibilidad de equivocarse es en el mundo de la exhibición de la moda. ¿Han advertido ustedes la cara de mala leche que gastan las señoritas y señoritos que nos anuncian los vericuetos por donde, en la próxima saison, va a discurrir el largo de las faldas o la holgura de los pantalones? 

Es verdad que tales profesionales tienen, al menos en lo que a las mujeres se refiere, hechuras moderadas, adarmes como peso y curvas como tildes, de forma que al cabo todo en ellas se salda en un cuerpo en alarma de perfiles y en sorbos de adolescencia. Pero al mismo tiempo estas mujeres son adorables, lucen una piel agradecida, evocan placeres prohibidos, se las desea como estatuas altivas encumbradas allá en la lejanía de sus pedestales de mármol.

Porque son ramillete de juventudes, brillantes como ascuas puras. Seductoras libres de ojeras y de las huellas desapacibles de la fatiga. Y, sin embargo, ¡qué cara de mala leche gastan!

¿A qué se deberá? ¿Les apretarán los zapatos? ¿las flagela con rigor el modisto que las viste? ¿se mueren de envidia hacia la compañera con mejor caché? ¿por qué, decidme, avanzáis melancólicas? ¿sois, por acaso, avecillas desventuradas? ¿cuál es en definitiva la razón de ese rictus implacable?

Por si de algo os sirve: el día en el que os vea desfilar con caras ataviadas de contento soy capaz incluso de comprar una de esas extravagancias que condecoran vuestros cuerpos.